ELIAS PINO ITURRIETA
epinoiturrieta@el-nacional.com
El
discurso del presidente Maduro es uno de los más rudimentarios que haya
pronunciado jamás un jefe del Estado en Venezuela, uno de los más
lampiños en materia de argumentos y propuestas. Parecido al de Chávez,
pero sin recursos histriónicos y sin imán capaz de atraer a los
destinatarios, es una muestra de indigencia que llama la atención por su
persistencia, es decir, porque ninguno de sus asesores le haya
aconsejado la necesidad de meter más carne en el asador, más
consistencia de vez en cuando, para que las palabras machacadas sin
cesar no lleguen a los extremos de la inopia.
Pero
no se quiere afirmar aquí que el orador no esté en capacidad de ofrecer
presentaciones adecuadas cuando se encuentra frente a los micrófonos,
ni que viva rodeado de adjuntos sin talento para descubrir las
debilidades de su oratoria. Todo lo contrario. Estamos frente a una
anemia pensada de antemano y resistida a recibir vitaminas, ante un
raquitismo que se regodea en su flaqueza porque de ella depende la
fortuna del predicador y la permanencia del régimen que representa.
Ahora es más evidente que en el pasado próximo porque la verborrea
muestra unas goteras que supo disimular el demagogo anterior, pródigo en
truculencias y tocado por la sensibilidad de las ferias pueblerinas,
pero estamos ante la continuación de una manera de comunicar cuyo
objetivo uno y único impide la densidad de lo que a duras penas se
trasmite.
El
propósito del discurso es el de los catecismos religiosos de la
antigüedad: pregonar la pureza de un credo y la maldad de quienes se le
oponen, dentro y fuera del contorno. No hay otra meta y, por lo tanto,
rara vez admitirá la alternativa de una novedad, o los juegos sonoros
con los cuales se regocijaban y calentaban al auditorio los tribunos
memorables que hemos tenido a través de la historia. Así como abunda en
bendiciones repartidas entre los seguidores de la única fe verdadera, es
generoso en insultos contra los enemigos de la ortodoxia. Ellos son, a
fin de cuentas, como los herejes o los pecadores de la Edad Media
enfrentados a la enseñanza del pontífice. Nadie va a escuchar a Maduro
para llevarse algo que pueda sorprender, o para comentar después los
alardes de un político capaz de deslumbrar con el anzuelo de sus
recursos, sino solo para recibir la lección preparada para una grey
disciplinada y crédula. De eso se trata, en términos absolutos, y no
pocos se acostumbran a un aburrimiento así de gigantesco.
El
catecismo es la realidad, y la reproducción de la realidad depende
necesariamente del dictamen de la cartilla inamovible. Solo suceden las
cosas admitidas por el cuaderno de rudimentos y desembuchadas por el
repetidor. Pueden sobrevenir sucesos que se salen del monótono cauce,
pero son accidentes indeseables, o fantasías sin asidero que se deben
eliminar para protección de la ortodoxia. Puede aparecer la disidencia,
pero se debe expurgar como criatura del Maligno. Si ya las ideas, o lo
que se considera como ideas, se han presentado en el apostolado
original, no hay que devanarse los sesos sino para preservarlas sin
variación, o con retoques que tapen sus insuficiencias o les den
respiración artificial hasta la consumación de los siglos.
Porque
es un discurso para la explicación de cualquier fenómeno, para el
entendimiento del pasado y para anunciar lo que aún no sucede, para
descifrar con meridiana claridad lo que ocurre entre nosotros y en la
Malasia oriental, para la actualidad y para un futuro sin conclusión,
para 2015 y para épocas venideras, para ocultamiento de las oscuridades
del día y para la fábrica de una tiempo dorado que todavía no tiene
fecha de presentación, conforme a como lo pensó su promotor y según lo
divulga el arcipreste de la actualidad. Ni siquiera el discurso de la
Independencia tuvo tal pretensión de infinitud, mucho menos las voces de
la federación o las de la democracia representativa. Los que piensan en
el fin de la “revolución”, pero también quienes consideran la búsqueda
de una transición de naturaleza política como empresa accesible, deben
detenerse en la borrachera de unas palabras que, pese a su vaciedad,
tienen planes para sonar en los oídos de nuestros bisnietos.
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