M.A.BASTENIER
El papa Francisco se inspira en el formato Juan Pablo II, opuesto a
la quietud ascética de Benedicto. Utiliza y es utilizado por la política
para diseñar un pontificado desenvuelto, hablador y fotogénico que
quiere ser la alegría de la casa. Es su forma, posiblemente, de pasar al
contraataque de la descristianización en Europa y la recristianización,
pero protestante, en América Latina. Pero hay diferencias. El papa
Wojtyla trabajaba más entre bastidores y fue decisivo en azuzar la
insurrección polaca, en junio de 1989, mientras que Francisco aspira a
salir en todos los telediarios, aunque también transitara con discreción
el puente Washington-La Habana. Pero ¿cuál es hoy el poder del
Vaticano, aunque esté dirigido por un líder universal?
El 18 de julio de 1870, dos meses antes de que las fuerzas italianas
abrieran la brecha de Porta Pía en los muros del Estado pontificio y
consumaran la unidad de la península, el concilio Vaticano I aprobaba el
dogma de la infalibilidad papal. La conexión era evidente: retroceso en
lo temporal pero recuperación en lo político. Desde entonces el líder
romano ha procurado mediar en litigios, preferentemente territoriales y
entre naciones de raíz católica, como el de Beagle que oponía a
Argentina y Chile. Francisco, al que le gusta la política desde que era
un chaval en la Argentina peronista, ha hecho horas extraordinarias
ofreciéndose como hombre bueno para el diálogo entre chavismo y oposición en Venezuela; proceso de paz colombiano; y diferendo marítimo —la mediterraneidad—
que divide a Chile y Bolivia. Asimismo, ha prodigado opiniones,
exhortaciones y condenas sobre los hechos de nuestro tiempo: toma de
posición contra Turquía, por lo que se conoce como “genocidio” armenio
—1915—, y sobre la responsabilidad europea ante la reciente tragedia del
barco de refugiados, que zozobró frente a Libia. A ver cuándo le toca a
Tierra Santa.
Aunque se le podría achacar algún intrusismo profesional, porque le
disputa el terreno a Rebeca Grynspan, secretaria general de las cumbres
iberoamericanas o a Ernesto Samper, su homólogo en Unasur, el pontífice
está mejor situado que la mayoría de mediadores. Es una autoridad
supranacional, mientras que sus competidores son solo
supra-gubernamentales y por ello sujetos a rivalidades estatales; parte
de una básica neutralidad, por lo que le afecta menos la división
latinoamericana entre bolivarianos, concéntricos y conservadores. Y eso
le da ventaja sobre otro destacado aspirante a la mediación universal,
el presidente Juan Manuel Santos, que quisiera hacer de Colombia el fulcrum para la solución de conflictos latinoamericanos. Pero hay también inconvenientes.
La sobreexposición, el afán por meter el dedo en todos los pucheros;
las elecciones que no le pueden reportar ninguna ganancia, como la
reivindicación boliviana porque ningún laudo de La Haya va a contentar a
nadie; y, por encima de todo, su pasión casi futbolística por la
política argentina, en la que ha sido científicamente explotado por la
presidenta Fernández, que tuvo una temporada en que no hacía más que ver
a Francisco. Y que ello sirva o no para aliviar el volte-face
latinoamericano o la indiferencia europea, es discutible. Pero ese es el
estilo del nuevo papado: un nuevo electrodoméstico de la política
internacional.
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