FERNANDO MARTINEZ MÓTTOLA
Suena la fanfarria, crecen las
expectativas, se escuchan apuestas: ¿quién da más? A la hora en la que
escribo este artículo se estará montando el ring para la esperada
contienda en Ciudad de Panamá. Cuando usted lo lea es probable que la
confrontación se encuentre en pleno desarrollo y algunas de las
incógnitas que hoy flotan en el ambiente hayan comenzado a despejarse:
¿arrugará Obama?, ¿cuántas toneladas de firmas bajarán finalmente del
avión?; ahora que negocian con el imperio, ¿hasta qué punto los
titiriteros de siempre se rasgarán las vestiduras por sus hermanos
latinoamericanos?
Mientras tecleo
frente a mi laptop, puedo imaginar con prístina claridad al presentador
en el medio del cuadrilátero: alto, flaco y de finos bigotillos; al
mejor estilo del memorable Pepe Pedroza, anuncia frente al micrófono con
potente voz nasal:
—Yyyyeeeneeestaesquinaaaa, original de Honolulú, con ciento cincuenta libras y un cuarto: ¡Oooobama Kid!
Delgado
y de tez morena, esboza una sonrisa protocolar y da unos cuantos
brinquitos haciendo boxeo de sombra alrededor de su esquina. Luego, alza
los brazos y, presuntuoso, muestra una carpeta con un águila en la
portada, en la que se lee: The executive order.
Se
escuchan tímidos aplausos, entre los cuales se cuelan algunos abucheos.
Más de uno entre el público se mueve incómodo en su silla y se le
congela la sonrisa.
—¡Obama, caribeador! ¡Respeta! –grita alguien desde la tribuna con voz iracunda.
El anunciador gira, ahora, 180 grados sobre sus talones y con la palma de su mano apunta hacia el sur:
—Yyyyeeeneeestaotraaaaa,
no se sabe con exactitud de dónde, bastante pasado de kilos y con más
de trescientas carretillas de firmas en pro de la soberanía de los
pueblos y en contra de la injerencia del imperio: ¡Niiiiicolás el
Santoooo!
Nutridos aplausos. Vítores.
El luchador aludido permanece imperturbable, sentado en su taburete con
las piernas extendidas y los brazos relajados sobre las cuerdas. Escupe
en el piso y dirige una mirada que expide fuego hacia su contrincante.
Las
cámaras se vuelven hacia un hombre octogenario; sentado en primera
fila sobre la línea ecuatorial, con exactitud milimétrica, perfectamente
equidistante entre los representantes del norte y del sur. De bigotes y
mediana estatura, elegantemente trajeado de paltó y corbata, ya sin el
uniforme verde oliva de épocas pasadas, luce como una figura recién
sacada de una revista de vanidades. Un fuerte rumor recorre las
graderías del coliseo al identificar al legendario personaje. El
individuo, centro de todas las miradas, aplaude con comedimiento; en su
rostro no se le mueve ni una pestaña; mantiene la actitud de un
verdadero jugador de póquer corrido en siete plazas.
Los
gladiadores se desplazan hacia el centro del ring. El réferi imparte
las últimas advertencias en aras del espíritu deportivo del espectáculo.
Aumenta la tensión.
—Devuélveme el libro que te regaló Chávez, ¡malagradecido! Seguro que ni te lo leíste –espeta el Santo.
—¡Así, así, así es que se gobierna! –corea desde el público una barra de fans que visten con franelas rojas.
—What did you say? Yo no hablar bien español. ¿Puede repetir más despacio, por favor? –responde el Kid con marcado acento gringo.
Sin
más demora, el árbitro da un paso atrás y levanta los brazos para abrir
el campo a la pelea. Suena la campana, comienza la función, aumentan
las apuestas: ¿serán firmas planas?, ¿habrá nuevos sancionados?,
¿mostrarán las pruebas de lo que ocurre en Andorra?, ¿con qué esquina se
cuadrarán los países caribeños ahora que la factura petrolera no
alcanza pa’ tanta gente?, ¿con qué nueva carta bajo la manga nos
sorprenderá el sempiterno personaje sentado en primera fila?
Y
yo, que en los momentos trascendentales conservo la mala costumbre de
preocuparme por detalles de menor importancia, me pregunto: y con la
escasez que tenemos en este país, ¿de dónde salieron el papel, la tinta y
las cajas para recoger ese montón de firmas?
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