ANTONIO NAVALÓN
La corrupción, esa gran plaga que invade muchos países de América
Latina y del mundo, va a ir acrecentándose en la percepción social y la
crisis económica que se avecina amenaza con provocar un rechazo aún
mayor de estas prácticas. Justo cuando se abría un respiro de esperanza
para el continente tras la Cumbre de las Américas de Panamá, el último
informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) anuncia negros
nubarrones sobre América Latina, con excepción de Centroamérica. La
crisis política y económica de Brasil y la incapacidad del Gobierno de
Venezuela colocan a una buena parte del continente en pronóstico
reservado, por no decir malo, para los próximos 12 meses.
Uno de los mayores desafíos para los gobernantes es comprender y
afrontar la fuerte demanda de servicios y las implicaciones que conlleva
la incorporación en estos años de grandes sectores de la población que
han pasado de la pobreza a la clase media baja y de la clase media baja a
la clase media. Ningún Estado está preparado para crecer en
infraestructura y en inversión social al mismo ritmo que sus ciudadanos
ascienden en la escala socioeconómica.
El gigante brasileño realizó la proeza de sacar a entre 25 y 30
millones de personas de la pobreza y convertirlos en clase C, una figura
que ha acabado por cambiar la fisonomía del país. Sin embargo —no podía
ser de otra manera— no le dio tiempo a construir ni las carreteras, ni
el equipamiento, ni todo lo que la demanda social ansiaba tras ese
cambio. Y lo malo es que los pueblos están cada vez más informados:
pueden gritar, ofender y opinar en primera persona a través de las redes
sociales.
En la avenida Paulista de São Paulo, la mayor arteria de la capital
económica brasileña, la cuna de los grandes capitales, se van echando
paletadas de tierra sobre una Dilma Rousseff que comenzó su segundo
mandato hipotecada por sus compromisos políticos, los derivados de sus
primeros cuatro años en el poder y de los ocho años anteriores de Lula
da Silva.
Rousseff está noqueada. No se da cuenta de que la gente se muestra
menos tolerante con la corrupción y eso, aunado al estancamiento
económico y a las listas con nombres y apellidos de quienes roban en la
Administración, crea situaciones socialmente inéditas para las que no
hay respuesta. Así, el estallido —hasta ahora, en manifestaciones sin
violencia— se vuelve la única salida.
En la otra esquina está Venezuela. Sigue siendo el país con las
mayores reservas de petróleo conocidas del mundo. Es una joya creada con
una riqueza divina, maltratada por una clase dirigente que atenta
contra la buena suerte que los dioses derramaron sobre esa tierra.
Nicolás Maduro no ha entendido nada. No ha entendido el acuerdo de
Cuba con Estados Unidos. No entiende a su pueblo. No entiende ni
siquiera a los chavistas. Es una grosera exhibición de incapacidad
personal y política que no entiende —siquiera— lo que significa
gobernar.
Estoy seguro de que Hugo Chávez desde su reino (sea el que sea)
sonríe porque Maduro no solo ha logrado convertirle en un líder de una
estatura similar a la de su admirado Fidel Castro, sino que, con la
distancia, se va tornando cada vez mejor en comparación con la falta de
sentido común del actual presidente venezolano. Maduro es mucho peor que
un dictador. Es un incompetente que ha destruido cualquier posibilidad
de un acuerdo social. Los datos son claros: este año, la economía
venezolana decrecerá en un 7% y la inflación se acercará al 100%.
Maduro no comprende que si sus grandes y patrones, quienes de verdad
controlan los ranchos, las misiones y la seguridad van por el camino del
entendimiento, por mucho que él grite, golpee y exhiba su incapacidad
política —por ejemplo, con la última crisis con el Gobierno de España—,
sus días no solamente están contados, sino que quienes los están
contando son los mismos que le han sostenido en el poder hasta ahora.
Volvió de Panamá con todos los mensajes cruzados. En lugar de
negociar y acceder al diálogo político para resolver de forma
inteligente sus barbaridades (entre otras, encarcelar sin cargos a dos
líderes opositores en una prisión militar), Maduro se ha atrincherado
aún más en sus razones, condenando cualquier esperanza de un pacto para
la transición venezolana. La realidad tiene mucha fuerza y mientras
todos los días y a todas horas funcionarios estadounidenses y cubanos se
ponen de acuerdo en el siguiente paso, el único escollo que malcría la
zona y da malos ejemplos se llama Nicolás Maduro.
Rousseff está desconcertada en Brasil porque no ha entendido el peso
de la nueva dinámica política impuesta por la revolución de las
comunicaciones. Maduro, simplemente, no sabe que gobernar significa
anticiparse y lograr una mezcla de fuerza y debilidad para que los
pueblos no estallen e imponer una política.
La economía no augura buenos tiempos para la región latinoamericana.
Sin embargo, eso me preocupa menos que la incapacidad de los políticos
para responder a los nuevos tiempos y a las protestas en la calle que
están obligando al diálogo y a la transformación de pueblos gobernados
en pueblos gobernantes.
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