FERNANDO MARTÍNEZ MÓTTOLA
Encuentro la nota escrita en una
servilleta de papel sobre la mesa de una cafetería. De inmediato, la
buena letra e impecable ortografía capturan mi atención. Dejo pasar unos
instantes. Por respeto a la privacidad de cualquiera que haya sido su
autor, intento ignorarla. Como quien no quiere la cosa, miro al techo;
no obstante, la curiosidad me carcome. Vuelvo entonces la vista sobre el
papelito arrugado y de soslayo leo las primeras líneas. Sus palabras me
conmueven, se me van los ojos; pero, con rubor, me detengo ante el
carácter evidentemente íntimo del contenido. Inquieto, paseo mi vista
alrededor del local: no logro detectar ningún sospechoso que parezca
pendiente de lo que ocurre. Nadie reclama la propiedad del mensaje.
Finalmente, sin que pueda hacer nada para evitarlo, la curiosidad me
desborda y, como quien se lanza por un tobogán, me deslizo cuesta abajo
hasta el punto final de la lectura. Luego, haciéndome el distraído,
estrujo la servilleta dentro de mi puño y con un movimiento, tan rápido
como un relámpago, la llevo al bolsillo de mi chaqueta.
Unas
horas más tarde, sentado en mi escritorio: esmeradamente, plancho la
servilleta con la palma de mi mano antes de transcribir su contenido para ustedes. Presento lo que encontré
con el mayor respeto hacia los sentimientos que allí se expresan; con la
esperanza de que, como asunto de interés público, pueda servirnos a la
reflexión colectiva. De una vez advierto que omitiré el nombre del
autor, tal vez cualquiera de nosotros o, quizás, alguien cercano que nos
rodea.A continuación, la nota.
“Al
conocer la noticia me sentí devastado. Tu presencia es cada vez más
esquiva. Presiento que un día, tal vez muy pronto, desaparecerás por
completo de mi vida. Tú que has sido mi aliento y principal consuelo
durante estos años difíciles. ¡Te debo tanto! Sé que puede parecer muy
egoísta y siempre supe que sería un imposible, pero hubiera querido que
fueras solo para mí. Hoy, cuando te alejas, siento que me asfixio. Sufro
al comprender que ya pronto no sabré más de ti, y me cuesta imaginar mi
vida a partir de entonces. Pero no te culpo de nada. Comprendo que tu
desprendimiento es producto de las circunstancias y de la arbitraria
voluntad de otros. Hoy me consuelo con saber que al menos supe
disfrutarte a plenitud mientras te tuve. Por ahora, solo me queda
confiar en que Dios me permita recuperarte algún día, y que todo vuelva a
ser igual que antes. Mientras tanto te añoraré desde el fondo de mi
alma y de mi corazón. Así, como es ya bien sabido que la poesía no es
del que la escribe sino del que la necesita, solo me queda despedirme de
ti con palabras robadas a Rubén Darío:
“¡Oh!, dólar viajero, divino tesoro
“Ya te vas para no volver
“Que cuando quiero llorar no lloro
“Y a veces lloro sin querer”.
¿Conmovido,
estimado lector? Es posible que, al menos en cierta medida, usted se
sienta identificado con las emociones que aquí se ponen de manifiesto.
Es probable, sin embargo, que, más que ganas de llorar, le provoquen
indignación. Si es así: me solidarizo con usted. No podría ser de otra
manera; porque la providencia 011, mucho más allá de unos dólares de más
o unos dólares de menos, representa una humillante restricción al
derecho de decidir libremente lo que queremos hacer o adónde queremos ir
con el dinero bien ganado producto de nuestro trabajo. Canalicemos la
indignación para producir el cambio que el país necesita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario