Cinco dilemas y una certeza (I)
MIGUEL ANGEL MARTINEZ MEUCCIBy on
Hay ciertas ideas en torno a las cuales
los venezolanos estamos fundamental y mayoritariamente de acuerdo con
respecto a la actual situación política. La que cabría considerar como
primera y fundamental es más que obvia: el país no puede seguir como
está. La segunda es (o debería ser) casi tan obvia como la anterior: el
país está como está porque despóticamente lo domina una camarilla
criminal que cercena las libertades de los demás. La tercera quizás
aglutine un menor consenso que las anteriores, pero sigue siendo
compartida por la mayoría: el cambio deseado pasa por recuperar el
ejercicio institucional de la democracia perdida.
A partir de ahí, numerosas diferencias
comienzan a dividir a la opinión pública y al liderazgo político.
Algunos consideran que las respuestas a las demandas de cambio
implícitas en los tres puntos señalados son esencialmente factibles
dentro del actual sistema político y económico, de modo que la tarea
sería “optimizarlo” o “hacerlo más eficiente”, mientras otros sostienen
que el sistema en sí mismo es la raíz de los problemas y debe ser
modificado por completo. Unos aseguran que la vía de salida de la
autocracia puede ser al mismo tiempo “pacífica, constitucional,
democrática y electoral”; otros consideran que es virtualmente imposible
cambiar las cosas cumpliendo, de modo simultáneo, con esos cuatro
requisitos. También hay diferencias entre quienes sostienen que es
posible avanzar con el actual entramado constitucional y legal, mientras
otros apuestan por profundas modificaciones en tal sentido. Por otro
lado, en tanto algunos afirman que hay que votar siempre, otros
distinguen en función del contexto y las condiciones…
Y así, en la medida en que vamos pasando
del “qué” al “cómo”, las cosas se van complicando y el nivel de acuerdo
entre los venezolanos tiende a reducirse. Es, después de todo, algo muy
natural, dado que este tipo de tránsito implica pasar de la esfera
relativamente etérea de los deseos y anhelos al terreno mucho más duro,
pragmático y realista de las acciones. Y, más concretamente, de las
acciones “con arreglo a fines”, si queremos emplear la terminología de
Weber; esto es, de las acciones racional y deliberadamente orientadas a
la consecución de objetivos concretos. La acción, y sobre todo la acción
colectiva, demanda de nosotros un mínimo de coherencia, la cual
usualmente se expresa en la correspondencia que seamos capaces de
establecer entre nuestra interpretación de la realidad actual, nuestra
definición de los fines a alcanzar y nuestra evaluación/adecuación de
los medios disponibles y/o necesarios para ello.
Y aunque la realidad humana y social no
siempre se rija, ella misma, por una estructura que pudiéramos
considerar como plena o intrínsecamente lógica (dado que es
intersubjetiva: surge como consecuencia de la interacción impredecible
entre innumerables sujetos, de seres dotados de necesidades, razón,
emociones y libre albedrío), sí es cierto que la acción orientada a
articular la voluntad de muchos en pos de un mismo objetivo (o lo que es
lo mismo, la acción orientada a generar poder) ha de responder a una
estructura lógica que se articula siempre como discurso (λóγος). Sin
propuesta lógicamente articulada en discurso no hay acción política
racional capaz de generar poder. Y de la consistencia lógica de dicho
discurso dependerán en buena medida su inteligibilidad, comunicabilidad,
credibilidad y factibilidad: en la práctica, su capacidad para
concertar voluntades y materializarse en los hechos.
Podrá sostenerse, con razón, que no todo
en política obedece a la razón y a la lógica. No obstante, aunque las
acciones relativa o aparentemente ilógicas (o alógicas) puedan tener,
sin lugar a dudas, un poderoso impacto en el curso de los hechos, por lo
general no desarrollan la capacidad para fundar un sólido y perdurable
poder/orden político. De allí que la capacidad de convencer de un
político suela estar muy relacionada con su habilidad para generar
narrativas y dotar de sentido el curso aparentemente caótico de los
hechos: quien explica de modo convincente el pasado cercano y lejano
cuenta también con una notable ventaja para concertar voluntades en el
presente y convertirse en protagonista de la construcción del futuro.
Lo anterior permite comprender la
diferencia que existe entre los estadistas y los demás miembros de la
clase política. El estadista cuenta con habilidades superlativas para el
ejercicio de la política porque es más capaz que otros, por una parte,
de comprender o explicar (Verstand), pero sobre todo de encontrar sentido (Vernunft)
en una realidad móvil, cambiante y confusa, marcada por el hecho
intrínseco de la política que es la pluralidad de opiniones, intereses y
valores. Se trata de una distinción comentada por Hannah Arendt y que
aquí vinculamos con el oficio del estadista. Cuando decimos “comprender”
nos referimos a la capacidad de explicar(se) satisfactoriamente la
razón de ser de las cosas, mientras que “dar sentido”, en este caso,
quiere decir tanto (de)mostrar los hechos de forma comprensible a los
demás como idear una dirección sensata, factible, pertinente,
conveniente y esperanzadora a partir de los mismos. El estadista
persuade porque, en una medida mucho mayor que los demás políticos, es
capaz de observar, pensar, interpretar, comunicar, persuadir, prefigurar
y organizar, ofreciendo respuestas que convencen, entusiasman y
congregan voluntades en el marco de historias que dan sentido a las
dificultades de la realidad (narrativas), satisfaciendo así tanto los
anhelos de la razón como los del corazón (y del estómago, por supuesto).
Éstas son, precisamente, las habilidades
que fallan y se echan en falta cuando lo que predomina en la esfera
pública es el desconcierto, la incapacidad para ponerse de acuerdo
incluso cuando existen grandes sentimientos e ideas generales
compartidos por la mayor parte de la población, pero que no encuentran
interpretaciones ni relatos capaces de aglutinar voluntades y abrir
senderos para la acción concertada. En el caso de la Venezuela de hoy,
está claro que el régimen que oprime al país ha procurado llevarnos a
semejante desconcierto, pero ante ello es necesario reaccionar. A los
venezolanos literalmente se nos va la vida en ello. Es momento como
nunca para lo que los anglosajones denominan statesmanship, el oficio del estadista, de esas personas que establecen puentes entre el sentimiento, la comprensión, el sentido y la acción.
La labor de quienes sobre todo observamos
e intentamos comprender es mucho más modesta. En el mejor de los casos,
propiciamos reflexiones colectivas de las que, con algo de suerte,
quizás surjan ideas que ayuden a nuestras sociedades a encontrar mejores
caminos. En este sentido, lo que hemos expresado en las líneas
anteriores se puede resumir del siguiente modo: a pesar de que existen
grandes anhelos compartidos por la enorme mayoría de los venezolanos,
persisten grandes diferencias de interpretación que dificultan su acción
concertada; por lo tanto se requiere un relato/interpretación que
permita al mismo tiempo comprender, orientar y congregar voluntades para
la acción, lo cual constituye una labor propia de estadistas. En las
líneas que siguen intentaremos abordar lo que consideramos como una
dificultad en la interpretación/discurso político que predomina en estos
momentos y plantearemos la idea de que quizás sea posible y útil el
ejercicio de reenfocar los dilemas que actualmente dividen a la opinión
pública, entorpeciendo la concertación de voluntades que genera poder.
Tal como se viene presentando a los
ciudadanos la interpretación de la terrible situación actual, las
interrogantes del presente parecen reducirse a dilemas tales como ser
chavista o antichavista, votar o no votar (o su variante “o votamos o
nos matamos”), o aprovechar o no los espacios y recursos (desde la
candidatura presidencial hasta una caja del CLAP) que ofrece o deja
abiertos el régimen actual. Se observa entonces que la realidad
política, en tanto circunstancia que exige de nosotros el juicio y la
acción, y tal como se nos es presentada por el grueso de la clase
política (en su necesario papel de intérpretes de realidades y abridores
de caminos), aparece de momento como un conjunto de dilemas entre
opciones sumamente concretas, imperiosas, urgentes y en general
desprovistas de perspectiva, energía, capacidad narrativa y profundidad
espiritual, sin que a menudo se ofrezca mayor examen de las
implicaciones de cada una de ellas.
Se sostiene en ocasiones que el discurso
político debe mantenerse en ese nivel de concreción porque la gente
común no entiende de abstracciones. Cabe, no obstante, preguntarse si no
será más bien al revés; si no será que buena parte de nuestros
políticos carece de lo necesario para tocar las fibras más sensibles de
las personas en situaciones tan aciagas como las actuales. Quizás sea
una ingenuidad de mi parte, o un error de apreciación, pero
personalmente considero que los seres humanos responden de modos
sorprendentes y son capaces de lo que en apariencia es imposible cuando
emerge un liderazgo capaz de realizar las funciones anteriormente
señaladas y convertirse en un vector de las secretas corrientes que
mueven a los pueblos.
Suponiendo que lo hasta aquí expuesto
pueda considerarse como cierto o relativamente válido, quizás revestiría
alguna utilidad el ejercicio de proponer debates que vayan más allá de
lo inmediato, y no porque no exista una urgencia absoluta de encontrar
una vía de salida, sino precisamente porque la hay. Me refiero a la
necesidad de pensar, no tanto en la sucesión mecánica de pasos a dar
para cambiar las cosas, sino en plantear los cuadrantes generales
necesarios para albergar una discusión que facilite el surgimiento de
una visión de futuro más o menos definida y palpable, a partir de la
cual sea posible imaginar posibles cursos de acción para materializarla.
En tal sentido se perfilan aquí cinco dilemas y una certeza.
Con respecto a los dilemas planteados a
continuación cabe señalar que no son los únicos desde los cuales es
posible pensar el cambio político, pero sí resultan en todo caso
ineludibles a la hora de afrontar semejante reto. Como dilemas que son,
expresan la necesidad de decidir ante situaciones que ofrecen una alta
variabilidad y múltiples opciones para la acción, con sus consiguientes
costos materiales, morales, políticos y humanos.
El primero de los dilemas aquí planteados
es: ¿en qué medida deberían modificarse las instituciones del Estado
venezolano para propiciar y sostener un cambio democratizador? Los más
conservadores opinan que con las actuales Constitución, leyes e
instancias oficiales creadas por el chavismo es posible gobernar una
transición a la democracia, mientras los más radicales han llegado a
proponer la realización de una nueva asamblea constituyente para cambiar
toda la estructura del Estado.
El segundo dilema tiene que ver con
cuánto Estado hace falta para redemocratizar a Venezuela y recuperar su
prosperidad perdida. Si bien algunos consideran que el problema con el
Estado actual es que se hizo corrupto e ineficiente pero que en esencia
refleja una perspectiva adecuada, otros piensan que es imprescindible
reducir ostensiblemente el tamaño del Estado, aunque fortaleciendo sus
capacidades para atender las áreas de su competencia.
El tercer dilema que consideramos
ineludible tiene que ver con cuánto consenso hace falta para propiciar
un cambio democratizador y enriquecedor de la sociedad venezolana. Si
bien para algunos resulta obvio que lo ideal es contar con el consenso
más amplio posible, la realidad de las cosas demuestra que, a veces,
consensos demasiado amplios impiden cualquier operatividad y eficacia a
la hora de pasar a la acción, o que a veces se gestan consensos
extraordinariamente fuertes que favorecen mucho más el inmovilismo que
el cambio como tal. Particular atención en este sentido merece la
posibilidad de establecer consensos entre fuerzas pertenecientes a
bandos opuestos y las opciones reales de cambio que ello significa en un
caso como el de la Venezuela actual.
Un cuarto dilema tiene ver con cuántos
actos delictivos cometidos por los personeros del régimen saliente cabe
pasar por alto, olvidar o perdonar. Existe, por ejemplo, una gran
polémica en torno al tema de la justicia transicional, esa justicia
específicamente diseñada para juzgar los complejos hechos que se
relacionan con un cambio de régimen político, situación en la que
necesariamente los principios prácticos a partir de los cuales operan
los órganos jurídicos cambian de modo importante. Es difícil sostener
hasta qué punto el olvido y/o la impunidad favorecen la estabilidad del
nuevo régimen, o en qué medida puede esperarse el perdón por parte de
los agraviados cuando quienes salen del Estado no han mostrado
arrepentimiento alguno. También cabe preguntarse si una sociedad que no
examina sus episodios más críticos ni juzga a los responsables de los
principales delitos puede aprender de sus errores colectivos.
Por último, un quinto dilema gira en
torno a cuánta fuerza es lícito desplegar para propiciar un cambio hacia
la democracia. Nótese que hablamos aquí de fuerza y no de violencia:
mientras que la fuerza implica la capacidad de resistir y derrotar a
quien emplea la violencia, ésta última se caracteriza por el daño
efectivo que es capaz de infligir a personas y bienes materiales. En
tanto algunos consideran que sólo es factible o conveniente actuar a
través de los cauces legales que plantea el régimen actual y que toda
fuerza debe ser canalizada mediante tales vías, hay por otro lado quien
llega a plantear la necesidad de echar mano no sólo de la fuerza
extrainstitucional, sino incluso de la violencia si hace falta para
abrir una ventana hacia la democratización.
Ahora bien, las eventuales respuestas a
tales dilemas, o mejor dicho, las opciones que cada quien decida apoyar
ante cada uno de ellos, no sólo ameritan una profunda reflexión previa,
sino que además deberán estar necesariamente entrelazadas. Consideramos
que sólo en la medida en que se pueda tener una respuesta clara y
concatenada ante tales dilemas, y no sólo una prédica de acciones
inmediatas ante dificultades inminentes, podrá construirse una visión
capaz de dar sentido a la difícil realidad que vivimos, congregar las
voluntades necesarias para articular un gran poder y trazar una
estrategia adecuada para propiciar el cambio político.
Nuestras respuestas y consideraciones
ante cada uno de estos dilemas quedan pendientes para la siguiente
entrega, pero nos permitimos adelantar la única certeza que, en nuestra
opinión, debería albergar cualquier persona que medianamente entienda
las razones de la actual catástrofe de nuestro país: los chavistas y
exchavistas son tan imprescindibles para la nueva Venezuela democrática
como nocivo para la misma resulta el chavismo, entendido como ideología y
modelo de gobierno. Hace falta, pues, distinguir entre las personas y
la ideología. En este último sentido, el chavismo ha demostrado ser
absolutamente incapaz de sentar las bases para la prosperidad de la
población, radicando su única eficacia en la habilidad para concentrar
el poder de modo absoluto y ejercerlo con el mayor despotismo. Por lo
tanto, la reconstrucción democrática de Venezuela pasa por la definitiva
superación del modelo chavista y el desmentido de sus postulados, así
como por la capacidad de concebir una república fundada sobre principios
capaces de dar cabal respuesta a los mismos. Si tal lección no se
aprende en estos tiempos, Venezuela estará fatalmente condenada a
tropezar varias veces con la misma piedra. Si, por el contrario, se
genera un aprendizaje profundo y duradero, el país podría estar a punto
de iniciar un ciclo virtuoso de largo aliento.
El autor es profesor de Estudios
Políticos en la Universidad Austral de Chile. Doctor en Conflicto
Político y Procesos de Pacificación. Autor del libro “Apaciguamiento. El
Referéndum Revocatorio y la consolidación de la Revolución
Bolivariana”. 2012
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