Mataron a un hombre que cantaba
Willy McKey
Prodavinci
Matan a otro hombre en Caracas, esta
vez a un hombre que canta. Matan a un hombre, al más pequeño de dos
hermanos que suenan, al que ya no está. Matan a Evio Di Marzo, un hombre
que fue capaz de preguntarle a alguien más, en voz alta, de dónde viene
su nombre. Lo matan en medio de la ciudad que años atrás lo escuchaba
adueñarse de un sonido caribe sintetizado en las manos de los mejores
músicos de entonces. Lo matan de noche para robarlo y, del lado de
afuera de ese duelo, todavía hay quien consigue una urgente necesidad de
defendernos de la incertidumbre.
Su hermano lo llora “puertas adentro”, mientras a Caracas le crecen los colmillos, mientras sus amigos aflojan los cueros para evitar percutirlos como la única manera de responder a tantos disparos.
Nos están matando a todos. Y creer que se está del lado más prudente de la vida, del lado más iluminado de las ideas o del lado correcto de las ideologías no nos blinda contra esas mismas balas.
Nos están matando a todos.
A quienes cantan y a los que no. A quienes rezan y a los que no. A quienes suenan y a los que no. La torva estrategia de hacer un inventario de las diferencias no le servirá de nada a nadie. Nunca ha servido.
Ha pasado tanto tiempo de aquellas canciones en la radio que es muy probable que sus asesinos no supieran que estaban matando a un pájaro, a un ave muy terca pero que sabía cantar cosas que nadie más sabría, un pájaro que hace décadas escribió sobre el desamor con un piquete de humor que nunca había aparecido en nuestra música. Escribo que es muy probable que no lo reconocieran porque, quizás sean mis propios prejuicios, me da por inferir que sus asesinos son más jóvenes que yo y que nadie sería capaz de matar a alguien si sabe que su víctima ha cantado cosas que alguna vez corearon en la sala de su casa, mientras la limpiaban.
Mataron a un hombre que hacía canciones. Un hombre que hizo canciones redondas y dulces, grabadas en torno a la complicidad de un grupo de amigos que alguna vez quisieron enamorarse de esta ciudad que hoy los asesina.
Y eso tiene que empezar a dolernos.
Su hermano lo llora “puertas adentro”, mientras a Caracas le crecen los colmillos, mientras sus amigos aflojan los cueros para evitar percutirlos como la única manera de responder a tantos disparos.
Nos están matando a todos. Y creer que se está del lado más prudente de la vida, del lado más iluminado de las ideas o del lado correcto de las ideologías no nos blinda contra esas mismas balas.
Nos están matando a todos.
A quienes cantan y a los que no. A quienes rezan y a los que no. A quienes suenan y a los que no. La torva estrategia de hacer un inventario de las diferencias no le servirá de nada a nadie. Nunca ha servido.
Ha pasado tanto tiempo de aquellas canciones en la radio que es muy probable que sus asesinos no supieran que estaban matando a un pájaro, a un ave muy terca pero que sabía cantar cosas que nadie más sabría, un pájaro que hace décadas escribió sobre el desamor con un piquete de humor que nunca había aparecido en nuestra música. Escribo que es muy probable que no lo reconocieran porque, quizás sean mis propios prejuicios, me da por inferir que sus asesinos son más jóvenes que yo y que nadie sería capaz de matar a alguien si sabe que su víctima ha cantado cosas que alguna vez corearon en la sala de su casa, mientras la limpiaban.
Mataron a un hombre que hacía canciones. Un hombre que hizo canciones redondas y dulces, grabadas en torno a la complicidad de un grupo de amigos que alguna vez quisieron enamorarse de esta ciudad que hoy los asesina.
Y eso tiene que empezar a dolernos.
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