MIRANDA SIN PRISIONES
ELIAS PINO ITURRIETA
ELIAS PINO ITURRIETA
PRODAVINCI
Miranda en la Carraca, pintura de Arturo Michelena, es una de las
más famosas de la iconografía nacional. Nadie ha dejado de solazarse en
la imagen, desde cuando se expuso por primera vez durante el período de
modernización de la sociedad en el cual se empeñó el presidente Guzmán
Blanco. A partir de entonces ha ocupado espacio principal en la
sensibilidad de los venezolanos, hasta el punto de que tal vez se pueda
considerar como el cuadro más visto y celebrado a través de la historia
republicana. No se trata ahora de mirar los rasgos de la obra desde el
punto de vista estético, para lo cual hace falta la opinión de los
especialistas, sino solo de aproximarse a los elementos históricos que
encubre con el propósito de establecer una visión angelical de la
Independencia.
La sociedad que nace del conflicto con España necesita una memoria
que le sirva de incentivo. Debe partir de unos antecedentes que concedan
espacios amplios a la vanagloria. La colectividad que despide a los
realistas para sacarse las tripas en casa requiere el refuerzo de unos
sentimientos capaces de aglutinarla, no vaya a ser que su ausencia
conduzca a escabechinas interminables y al desconocimiento de la
autoridad constituida. En consecuencia, los primeros gobiernos deben
buscar en el pasado una plataforma capaz de sustentarlos, pero no una
cualquiera. Claman por una cuna de oro, por una raíz que les permita
ufanarse junto con los gobernados, como todos los estados nacionales que
se establecen a partir del medioevo. De allí, por ejemplo, que el
presidente Páez no dude en procurar los servicios de Rafael María
Baralt. En 1840 le encarga y paga el Resumen de la Historia de Venezuela,
que viene a ser un primer arsenal de recuerdos a través de los cuales
se establece puente macizo hacia la epopeya que desemboca en un presente
urgido por la necesidad de legitimarse y de evitar los tumbos.
El proceso iniciado por el gobierno fundacional llega a su apogeo en
el guzmanato, a partir de 1870. No solo se agrupan entonces importantes
antologías documentales y circulan obras literarias de contenido
histórico. También comienza un desfile de objetos, estatuas, adornos,
estampas y pinturas para que la historia confeccionada a la medida entre
por los ojos de los espectadores y viandantes. En este empeño, que no
es una manipulación simple sino una necesidad política, una arqueología
de blasones que no son triviales, un oxígeno ofrecido por los
padres-héroes para evitar el ahogo de sus descendientes, tiene lugar de
excepción el Miranda en la Carraca de Michelena. Pensado para la
exhibición pública en lugares parecidos a unos templos que se levantan
para la contemplación del poder en cuyas venas corre la nobleza de los
paladines, ha hecho a cabalidad su faena hasta nuestros días. ¿No lo
seguimos contemplando, cautivos y arrobados, sin advertir los hechos que
oculta?
En el cuadro Miranda está en la cárcel, pero no está de veras. No es
el habitante de un lugar de dolores y tormentos, sino el ocupante de un
espacio modesto. Sabemos que está aprisionado porque el artista muestra
los eslabones de una cadena dispuesta en un muro del habitáculo que
presenta como celda, que hace las veces de calabozo, pero el hierro no
toca la carne del gran hombre, no la aflige, no la lacera. La cadena
está allí sin causar daño. Si Michelena buscaba algo evidente para que
supiéramos que pintaba a un prócer enjaulado, urdió un acero benévolo
que se conforma con amenazar desde un rincón. Pero, además, el
prisionero cuenta con la compañía de unos libros. Ni siquiera se le ha
impedido el placer de la lectura. Quizá el pincel quiso hacer memoria de
la ilustración del personaje, de sus relaciones con el Siglo de las
Luces, pero también remite a la existencia de una expansión permitida
por los carceleros. Está, por último, la pose del personaje echado en
una precaria cama. Quiere que lo veamos cómodo, que sepamos que solo la
pasa relativamente mal cuando está al borde de la muerte después de un
periplo terminado en fracaso y en miseria. Así se exhibe, o quizá
también pretenda, de acuerdo con la creatividad del artista, que lo
descubramos en la contemplación de un panorama que no le causa desazón,
en el inventario de unos recuerdos que no son necesariamente oscuros, o
que puede cambiar por otros mejores desde una autonomía que solo ha sido
limitada a medias en la Carraca. Es lo que se desprende de la cara
apacible de un protagonista de la historia que experimenta una última
estación de serenidad obsequiada por la iconografía republicana.
Se ha dicho que el poeta Eduardo Blanco posa entonces para el
artista, quien no daba con el rostro de Miranda que deseaba presentar y
lo encuentra en el aclamado autor de la época. Detalle interesante o, en
cierta forma, puntal de la idea que ahora se sostiene sobre el lienzo.
Como se sabe, Blanco es el autor de Venezuela heroica, texto de
gran difusión en cuyas páginas se realiza la primera traducción de la
guerra de Independencia como epopeya de naturaleza troyana, provocada
por los dioses olímpicos y llevada a cabo por personajes como los de
Homero, mezcla de figuras inmaculadas y de criaturas movidas por fuerzas
sobrenaturales. Son letras bien recibidas por el gobierno y por
multitudes de lectores, no en balde convierten una matanza en el
monumento de mármol que se está edificando.
Pero el Precursor no está en el arsenal de la Carraca por decisión de
personajes como Aquiles y Ulises. Su reclusión es el resultado de la
traición de sus subalternos republicanos, Bolívar entre ellos, quienes
cometen un acto de perfidia cuando lo entregan a las autoridades
españolas después del fracaso del primer ensayo de autonomía. No lo
ponen en las manos de una autoridad morigerada, sino a la disposición
del bárbaro capitán Domingo Monteverde, quien ha iniciado campañas de
terror en numerosos contornos y ante quien se rinden de pavor los
criollos. Queda bajo la férula de un reconquistador feroz que lo envía a
Cádiz rodeado de prisiones. Antes ha apurado el trago de la
desconfianza de sus coterráneos del mantuanaje, quienes lo motejan de
advenedizo y lo acusan de extremista. Después es víctima de su
inhabilidad en el manejo de unas tropas desentrenadas y remisas, que lo
obliga a suscribir una Capitulación que termina en entrega incondicional
ante las fuerzas realistas. El fracaso alimenta las bajas pasiones, la
combustión quema muchas reservas morales, el sálvese quien pueda mueve
los ánimos, para que se produzca la escena de una inmolación escandalosa
cuyo final suaviza el pintor.
El artista no es historiador, desde luego, y crea su obra en atención
a la solicitud de una época que no quiere la evocación de sus
vergüenzas, sino la siembra de raíces doradas. Por eso propone un
colofón benigno, a través de cuyos colores apenas se vea lo que las
necesidades de la época reclaman: la reconstrucción del pasado como
hagiografía, la veneración de los padres fundadores y, por supuesto, la
adoración del más célebre de ellos. Los hombres influyentes de la
generación de Guzmán Blanco quieren que solamente una historia
auspiciosa se le meta a la gente por los ojos, y Arturo Michelena es uno
de ellos.
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