Ramón Peña
Casi intrascendente el reciente sainete electoral. Los comicios presidenciales más grises que se recuerden. Lánguidas todas las figuras en competencia. Pero sobre todo un clima inédito de desgano y apatía política. Era difícil esperar algo distinto de una sociedad ahogada en el escepticismo y agobiada por una fatigosa e improductiva rutina cotidiana. La del diario esfuerzo por conciliar medios de pago con los precios anarquizados de los alimentos, insolarse para acceder a los cajeros automáticos por unos pocos billetes, o huir presurosos de las calles antes de la conjeturada caída de la noche. Unas elecciones convocadas con la expresa intención de que no habría nada distinto que esperar, salvo la prórroga en el poder del terrible estado de cosas. Una balandronada desde su origen, como lo anunció uno de los matones de la banda cuando advirtió: “Si nos aplican sanciones, haremos elecciones”. Efectivamente, las elecciones, bajo este régimen, en lugar de una oportunidad, son una amenaza para las mayorías.El hecho notable del evento: la abstención superior a 60%, un acto de desobediencia, insinuante de la potencialidad unitaria de la oposición. Una voluntad apenas ensombrecida por la disensión de las dos candidaturas sobrevenidas. Aunque fue una acción inacabada, sirve de preámbulo para necesarias movilizaciones de masas, que aguardan por un liderazgo político con ruta estratégica y unitaria de resistencia.
Demostrada una vez más la fuerza de la mayoría, es tiempo para comenzar a hacer algo distinto que sentarnos a esperar el desenlace.
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