LAS HORAS DE LA TEMPLANZA
Mibelis Acevedo
“Todo con moderación… incluso la moderación”,
zumbaba irónicamente un cultor del exceso, Oscar Wilde. Pero aún a
contrapelo de la picosa intención hay que convenir en que la moderación
-entendida como templanza, como virtud opuesta a la prepotencia, aliño
del natural equilibrio que asegura, entre otras cosas, la supervivencia-
pocas veces puede ser vista como algo contraproducente. Y en política,
donde la exageración, la grandilocuencia, la batahola, la épica
efectista, las posturas radicales y melodramáticas siempre están a la
orden del impresionable del día, quizás podríamos afirmar que, más que
aconsejable, es absolutamente necesaria.
Así,
tras un pasado signado por cruentas confrontaciones, jacobinismos
pantanosos y gusto por la exuberancia, muchos no dudan en celebrar la
“era de los moderados”, el final del siglo XX. La tercera y última ola
democratizadora que describe Samuel Huntington -entre 1974 y 1990, por
primera vez en la historia de la humanidad más de la mitad de los seres
humanos vivía en un régimen democrático- corrobora incluso esa urgencia
creciente de organizar las pasiones capitales, de desterrar la
intolerancia y el rechazo a la otredad que tantos estorbos encajan en el
camino de la convivencia, para explorar opciones más civilizadas de
relación en la polis.
¡Ah!
Pero pareciera que una vez saciada la necesidad de estabilización y
pinchado por el temor a los vicios del estancamiento, llegó el siglo XXI
y con él, el advenimiento de una etapa en la que esa idea del
“caudillaje competitivo” que preconizaba Schumpeter fue, en muchos
casos, ladinamente desfigurada por la avidez de los “Mesías catódicos”.
No hubo pruritos entonces para canjear la democracia representativa por
su mala réplica, (esa que los neo-populistas nombraron “directa y
protagónica”) una que en realidad sirvió de estrambótico tinglado para
desactivar las instituciones. Y Venezuela, lo sabemos, fue botón trágico
de ese ricorso.
Como
resultado, estos últimos años los hemos vivido acogotados por la
alucinada euforia de los poderosos, una exaltación que no se desgasta,
que no da treguas ni deja respirar a nadie en paz. La de Chávez fue
época de pathos, de hybris y altisonancias siempre
dispuestas a renovarse, de labia incendiaria y una polarización en cuyos
cortijos siempre danzan a gusto los extremos, opuestos que se necesitan
desesperadamente. Allí no hubo, no podía haber espacios para la
moderación: eso hubiese desactivado la sensación de emergencia, la
mediación heroica del caudillo para “salvarnos” del vértigo latente de
la amenaza, para superar el “momento de peligro” -como decía
Carl Schmitt- e impulsar un reinicio del estado de cosas. Hoy, en
ausencia del líder y aún sitiados por la crisis, sus herederos insisten
en la agobiante dinámica… pero, ¿cuánto tiempo más los ciudadanos podrán
resistir esa existencia in extremis?
“Todo pasa, todo se quiebra, todo cansa y todo se reemplaza”,
reza un proverbio francés. Ciertamente, el caos no puede ser tolerado
indefinidamente por ningún organismo vivo, por ninguna sociedad; tampoco
el envión, la borrachera por lo grandioso ni el estruendo puede
contrarrestarse con más estruendo. De allí la espina: que víctima de los
ardores de un fracaso mal gestionado, parte de la oposición democrática
dé la espalda a su razón de ser, que deseche el potencial de
transformación modesto pero real de la acción política y sucumba a los
atajos simbólicos, al rumboso señuelo del heroísmo; que acepte, en fin,
replicar las claves de la crispación que el adversario conoce y tañe
mejor que nadie. Que de nuevo, como si el centro político fuese un
estigma del cual renegar, el entrampamiento nos confine a la puja
inercial entre extremos.
A
expensas de la pulsional brega, de la ira sin diques y el visceral
desdén por los “tibios”, la ruta electoral –epítome de racionalidad
política, en tanto habilita un espacio común que aún maleado por el
ventajismo obliga a juntarnos para identificar conscientemente las
oportunidades, procurar soluciones concretas a problemas concretos,
estrujar al máximo la circunstancia y neutralizar estratégicamente la
debilidad- ha sido tachada de vana por unos y defendida por otros. A
estas alturas de la incertidumbre cuesta adivinar cuál visión
prevalecerá. Sin embargo, convendrá seguir invocando el salvavidas de la
"dorada medianía", el de la templanza; eso que Norberto Bobbio
distingue del abuso de poder, la arrogancia, la perversidad, la
prepotencia, y que de ningún modo debe tomarse por pusilanimidad. “El
pusilánime es aquel que renuncia a la lucha por debilidad, por miedo o
resignación. El moderado no: rechaza la destructiva competición de la
vida”.
Después de todo quien “no ostenta nada”, el moderado, es “hombre como todos los otros”,
y desde esa conciencia de su limitación oteará soluciones realistas, no
esquivos reinos milenarios. Pensemos en eso: la era traumática del
desbordamiento debería tocar a su fin. Es probable que este país ya esté
harto de tanto furor sin recompensas.
@Mibelis
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