jueves, 24 de mayo de 2018

Venezuela: más allá del 20 de mayo

 
El resultado de las elecciones presidenciales del 20 de mayo supone un hito en el proceso político venezolano. El no reconocimiento de los resultados de la elección por parte de Henri Falcón, la baja participación y la reacción de la comunidad internacional marcan la pauta de la dinámica política nacional en un contexto de profundización de la severa crisis social y económica que vive el país.
En el seno de las oposiciones la lucha por monopolizar la representación sigue siendo amarga. Las tres propuestas para el cambio siguen sin lograr un consenso sobre la ruta más eficaz para precipitar una transición. En este momento pareciera que dentro de los tres grupos opositores existentes hay muchos que están más interesados en culpar al otro que de encontrar un mínimo común a partir del cual encausar un movimiento democratizador. Quienes apostaron a la participación acusan a los que no lo hicieron de perder una oportunidad para el cambio. Quienes pedían elecciones con condiciones acusan a Henri Falcón de haber permitido que ocurrieran unas elecciones cuyo resultado estaba amañado. Quienes apoyan una salida fáctica acusan a todos los demás de “colaboracionistas” por pedir o acudir a elecciones. Y, mientras tanto, el liderazgo y sus seguidores gastan energías en acusaciones, cacerías de brujas e insultos. Nadie está viendo las oportunidades que el entorno ofrece para impulsar el cambio político que la mayoría de los venezolanos desea.
El momento es propicio para un debate de altura entre, al menos, dos de los tres grupos políticos existentes. La gente de Falcón y la del Frente Amplio tienen la oportunidad de limar asperezas y reunificarse, el objetivo común de pedir elecciones libres, justas y competitivas como mecanismos para lograr una transición los acerca. Sin embargo, el objetivo no es suficiente para que esta coalición pueda ser más eficaz que en el pasado. Es necesario delinear una estrategia capaz de lograr dicho objetivo, teniendo en consideración los medios y recursos disponibles, así como las oportunidades que el contexto ofrece para que esa estrategia se lleve a cabo.
Partamos del contexto social y político. Nos enfrentamos a una crisis humanitaria, según la ENCOVI 2017, 80% de los hogares presentan inseguridad alimentaria. Hay un incremento de la mortalidad por causas prevenibles y desnutrición infantil elevada. Por su parte, se observa un incremento de la protesta social. Según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, solo en abril de 2018 han ocurrido más de 900 protestas, la mayoría de las cuales son por derechos sociales, económicos o laborales. Por su parte, continúa el incremento de los niveles de violencia social y criminalidad. Todo esto en un contexto económico cada vez precario, la hiperinflación continúa avanzando y la producción petrolera cayendo.
Desde el punto de vista político, el sistema político venezolano se enfrenta a tres crisis que amenazan su propia existencia. Primero, una crisis de legitimidad democrática, es decir, el sistema político venezolano es percibido como no democrático por parte de la mayoría de los ciudadanos y la comunidad internacional, siendo incapaz de representar los intereses y preferencias de los venezolanos. En segundo lugar, la crisis de eficacia del Estado, es decir la incapacidad del Estado para cumplir las funciones mínimas de provisión de bienes y servicios públicos básicos para garantizar el desarrollo capacidades individuales y colectivas. Finalmente, la crisis de legalidad del Estado que supone la inexistencia del Estado de Derecho en el que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley. En cambio, la legalidad se ha pervertido y partidizado a niveles nunca antes vistos en la Venezuela posgomecista.
En este contexto, el Estado ha dejado de ser un instrumento para garantizar la convivencia y el bienestar de los ciudadanos, se ha convertido en una maquinaria de dominación totalitaria cuyo propósito es garantizar la permanencia de su élite en el poder. Las elecciones han dejado de ser una expresión de las preferencias de los ciudadanos para convertirse en una fachada para la legitimación de la élite. De modo que el Gobierno se sostiene por poderes fácticos y barniz electoral para la galería de crédulos o cómplices internos y externos.
El objetivo es, entonces, rescatar la democracia. Solo en democracia las elecciones son el mecanismo para hacer responsables al gobierno ante los ciudadanos, para que rindan cuentas y para que las decisiones que tomen estén orientadas a la satisfacción de las diversas demandas sociales existentes. La pregunta es cómo lograr dicho objetivo.
Por un lado, se requiere la formación de una coalición democratizadora. Es decir, la construcción de una mayoría social y política más o menos cohesionada en torno a un proceso de democratización. La búsqueda de una democracia verdadera, superior a la que teníamos antes de 1999, sirve de fin común entre grupos que tienen intereses y cosmovisiones del mundo diferentes. Ese proyecto debe dar cabida a todos los que consideran la democracia un fin en sí misma, y no solo un medio para alcanzar el poder. Este proyecto democrático debe desconcentrar el poder, dejar mayor autonomía a ciudadanos para buscar los objetivos que crean relevantes, dejando al Estado funciones mínimas para que podamos desarrollar nuestros proyectos de vida sin más limitaciones que el respeto a la libertad del otro.
En este sentido, se hace necesario el surgimiento de un movimiento social que aproveche las oportunidades políticas que generen incentivos para la acción colectiva, que posea estructuras de movilización, canales o mecanismos que puedan utilizar las personas para involucrarse en dicha acción con el menor costo posible y que dicha acción colectiva esté enmarcada en una narrativa que resalte la indignación e injusticia de la situación actual, la cual justifica la acción colectiva por el cambio. También es necesario el apalancamiento externo, es decir, el apoyo internacional al proceso de democratización, pero que al mismo tiempo castigue las conductas autoritarias del Gobierno.
Por otra parte, es necesaria la promoción de una fractura en la coalición autocrática en la que un grupo con poder dentro del Gobierno esté dispuesto a negociar reformas democratizadoras. Para ello se necesita la construcción de unas expectativas de garantías mínimas para los miembros de la élite en el poder; expectativas de mantenimiento de cuotas de poder por parte de quienes apuesten a la apertura democrática y la protección de algunos intereses corporativos.
Evidentemente, ninguna de estas tareas es fácil, requieren de compromiso político, capacidad de interlocución y negociación dentro y fuera de cada una de las coaliciones. Pero, sobre todo, se requiere la reconstrucción de un tejido social y político capaz de organizarse en torno a una causa común. Finalmente, la ciudadanía demanda un liderazgo capaz de interpretar y pelear por sus necesidades, que inspire esperanza y que demuestre valentía y contundencia ante un régimen cada vez más totalitario.
Así las cosas, a pesar de las consecuencias del 20 de mayo, el entorno social y político ofrece una ventana de oportunidad para reconfigurar la lucha democrática. Dicha lucha debe tener en el centro la demanda de las mayorías por una vida mejor, y esto solo es posible si hay democracia. Únicamente queda preguntarse si el liderazgo actual estará a la altura de las circunstancias y si será necesaria una renovación como requisito previo para iniciar esta transición.
El autor es sociólogo, consultor e investigador político, con Maestría en Ciencias Políticas y Doctorado en Procesos Políticos Contemporáneos en la Universidad de Salamanca (USAL). Fue coordinador de Investigación del CEP-UCAB.

No hay comentarios:

Publicar un comentario