Fragmentos de Marx
ANTONIO ELORZA
A mediados de los años sesenta propuse al catedrático Luis Díez del Corral la publicación ciclostilada de mi traducción del Manifiesto comunista
como texto para clases prácticas de Historia de las Ideas Políticas.
Don Luis, liberal y seguidor apasionado de Tocqueville, tenía todas las
motivaciones ideológicas y personales para oponerse al marxismo, y, sin
embargo, respondió con un elogio: “La primera parte es un brillante
alegato a favor de la burguesía”. Dio el visto bueno. Ese tipo de
aproximación selectiva a la obra de Marx, empleado no hace mucho por
Umberto Eco, debiera suponer la alternativa frente a quienes se
encierran en la fe del carbonero o buscan solo la caza y captura de
errores. La actitud crítica ante Marx sigue siendo sin embargo
necesaria, en la medida en que su pensamiento ha ejercido una enorme
influencia, a veces con consecuencias abiertamente negativas. Sin
olvidar que es también una clave imprescindible para entender y cambiar
el mundo contemporáneo.
De entrada, la dimensión proyectiva de las ideas políticas de Marx es pobre. El riesgo era ya visible en el Manifiesto:
una vez culminada con total brillantez la trayectoria ascendente del
capitalismo en una fase de globalización, la dialéctica de raíz
hegeliana entra en escena para declarar el inevitable “derrocamiento de
la burguesía” por el proletariado. El cauce analítico se estrecha y la
deriva utópica se abre de inmediato hasta el sueño de la desaparición
del Estado, tras producirse la revolución y la expropiación de la
burguesía. La argucia de Marx consiste en minusvalorar a esta,
convirtiéndola en sujeto social pasivo, en “brujo impotente”, frente al
papel activo que per se asigna al proletariado. La distinción
entre la impotencia burguesa y la acción consciente del proletariado se
mantendrá más tarde, incluso al prologar los análisis precisos que Marx
desarrolla sobre las estrategias de las “clases poseedoras”, en su
esclarecedor 18 brumario. La divisoria entre futuros ganadores y perdedores resulta garantizada de antemano.
El final feliz del Manifiesto, cierre del círculo iniciado
con la invocación del espectro que recorre Europa, parte de esa
simplificación radical, para sostener una profecía de seguro
cumplimiento. La transición al socialismo estaría garantizada por una
solución de fuerza, la dictadura revolucionaria del proletariado (Carta a Weydemeyer, 1852; Crítica al programa de Gotha, 1875). Lenin vendrá luego a probar que era posible un marxismo fiel, en ideas y acción, a la consigna de Marx.
La superación de la filosofía idealista en una concepción
materialista que respondía a las preguntas de aquella, entregó pronto
sus frutos en el puzle elaborado por Marx entre 1843 y 1848, los
borradores bien llamados “económico-filosóficos”. Al fondo sobrevive en
Marx la dialéctica amo-esclavo de Hegel. A partir de aquí la historia
será concebida como sucesión de formas de dominación, donde quienes
detentan el poder ejercen en beneficio suyo la apropiación del excedente
generado por el trabajo humano. Del proceso de “enajenación” del
trabajo en la producción resulta la reificación, la sumisión de las
relaciones humanas al mercado. El punto de llegada será el imperio del
capital mediante la imagen, la “sociedad del espectáculo” anunciada por
Débord en los años sesenta. Marx sienta las bases de una contracultura
socialista enfrentada al capitalismo (Bauman).
Todo ello en el marco del organismo social que Marx contempla como un
todo articulado, cuya configuración arranca del grado de desarrollo
tecnológico, las fuerzas productivas, las cuales requieren una
determinada forma de organización del poder económico, y en torno a la
misma de la sociedad, el derecho y la política. El diseño planteado en
la carta a Annenkov de 1846 fundamenta una visión dialéctica que refleja
“el movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas,
destrucción de las relaciones sociales, formación de las ideas”.
Por fin, en La ideología alemana, una dominación de
clase necesita el consenso, la conversión de su poder material en poder
espiritual, dirigido a frenar “la intensificación de la lucha de clases
y la marcha hacia la revolución”. Más allá de su esquematismo, Marx
esboza una teoría dinámica que con sus criterios de totalidad,
interdependencia y centralidad de las “relaciones de producción” sigue
sirviendo para conocer las sociedades actuales y encauzar su
transformación.
“La sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios”, dejo escrito
Solo que conocemos el desastre de la “dictadura del proletariado”, versión Marx-Lenin, tanto en lo económico como en lo político. Sonaba bien lo de perder las cadenas y, revolución mediante, tener “todo un mundo por ganar”. Pero al reemplazar “la libertad burguesa” por un régimen de vigilancia y represión permanentes, lo que encontraron los trabajadores fue la camisa de fuerza del sistema soviético, en el mejor de los casos, o las utopías destructoras maoístas en China o en Camboya.
Cuando el teórico deviene observador, y Marx lo fue siempre, emerge la tensión positiva entre doctrina y análisis. Así, en la alocución inaugural a “nuestra Internacional” en 1864, la depauperación se da en términos relativos: desde el 48 habían crecido espectacularmente el capitalismo industrial y el comercial, sin verse alterada la miseria obrera.
Al lado está el elogio de la conquista de las Diez Horas: “Por vez primera, la economía política de la clase media sucumbió ante la de las clases trabajadoras”. Despunta la idea de la revolución social como largo proceso. “La sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios y constantemente en proceso de transformación”, advierte Marx en el prólogo a El Capital.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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