ANDRÉ ROPERT
L´EXPRESS
En Francia, declararse anticapitalista es una actitud común, para no decir trivial. Hay que reconocer que el sistema se presta a crítica, pues está fundado en la búsqueda del beneficio, las desigualdades de naturaleza económica, el culto del dinero, la implacable selección de la competencia y que hubo un analista severo en el siglo XIX en la persona de Karl Marx. Dicho esto, no sólo mentes orientadas políticamente a la izquierda lo reprueban. ¿No se lee en el “Catecismo de la Iglesia Católica” de 1992 que una teoría “que hace del beneficio la regla exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable”?
Convengamos en ello, pero aun así demos la palabra a la defensa. Elaborado progresivamente en Europa occidental a partir del Renacimiento, el capitalismo ha sido asociado a la evolución del individuo y a la afirmación de la libertad personal, nacidas con la Reforma y promovidas por la filosofía de las Luces. Sus grandes teóricos (comenzando por el escocés Adam Smith) forman parte de los iniciadores de un liberalismo cuya dimensión económica no es sino uno de sus aspectos, y es preciso recordar que él significa ante todo la primacía absoluta de la libertad. Así, él ha sido asociado al potente movimiento político que ha desembocado en la instauración de las democracias representativas. En fin, el capitalismo ha sido el motor de la extraordinaria acumulación de conocimientos y de progresos técnicos que han dado a los pueblos que lo practicaban un nivel de vida jamás alcanzado en la historia y a Occidente esa preponderancia de la cual (admitámoslo) este último no ha hecho siempre el mejor uso.
Sin embargo, si los motivos de crítica e incluso de condena no faltan y pueden llevar a concluir: este funcionamiento es malo, la cuestión fundamental que se plantea es: por qué reemplazarlo. Ciertamente, desde hace siglos los fabricantes de sistemas no faltan, ¿pero son creíbles y, sobre todo, realizables, esos bellos proyectos?
El siglo XX creyó en ello y vimos florecer supuestas prácticas del socialismo. Su verdadera naturaleza (un capitalismo de estado disfrazado de colectivismo que es la base de implacables dictaduras), su empecinamiento ideológico, que desembocan en empresas tan mortíferas como desastrosas, su derrumbe final, demostración a escala real de un enorme desastre económico y humano, han dejado un sabor de ceniza. Y, hasta el presente, no se han visto emerger otras proposiciones aparte de las declaraciones inflamadas de políticos ambiciosos o de intelectuales sin peso.
Este fracaso, empero, no ha extinguido el sentimiento anticapitalista, y entonces uno se formula una pregunta: ¿es el principio mismo del capitalismo que molesta o el programa puesto en práctica para hacerlo funcionar?
Éste ha cambiado considerablemente en el curso de los tiempos. Al principio, la empresa privada y la búsqueda de un beneficio crecieron a la sombra de los estados monárquicos, que las admitieron a condición de que ellas sirvieran a sus intereses (lo que implicaba un marco regulador cuyo perfecto arquetipo es la política económica de Colbert, ministro de Luis XIV). Luego, el empuje liberal, en el siglo XVIII, emancipó el sistema de esta tutela estatal reemplazándola por diversas formas de regulación jurídica. El problema es que en el último cuarto del siglo XX, en correlación con el movimiento de mundialización inherente a enormes progresos técnicos que han empequeñecido el planeta e inaugurado nuevos tipos de relaciones internacionales, un liberalismo tan radicalizado se ha impuesto que ha recusado cualquier forma de reglas, políticas o morales, y que se ha mostrado terriblemente desestabilizador, como lo han demostrado tanto la explosión de las desigualdades como la crisis financiera de 2008. Esta deriva ha realimentado el anticapitalismo y reanimado las profecías que prometen desde hace 150 años una autodestrucción.
Convengamos en ello, pero aun así demos la palabra a la defensa. Elaborado progresivamente en Europa occidental a partir del Renacimiento, el capitalismo ha sido asociado a la evolución del individuo y a la afirmación de la libertad personal, nacidas con la Reforma y promovidas por la filosofía de las Luces. Sus grandes teóricos (comenzando por el escocés Adam Smith) forman parte de los iniciadores de un liberalismo cuya dimensión económica no es sino uno de sus aspectos, y es preciso recordar que él significa ante todo la primacía absoluta de la libertad. Así, él ha sido asociado al potente movimiento político que ha desembocado en la instauración de las democracias representativas. En fin, el capitalismo ha sido el motor de la extraordinaria acumulación de conocimientos y de progresos técnicos que han dado a los pueblos que lo practicaban un nivel de vida jamás alcanzado en la historia y a Occidente esa preponderancia de la cual (admitámoslo) este último no ha hecho siempre el mejor uso.
Sin embargo, si los motivos de crítica e incluso de condena no faltan y pueden llevar a concluir: este funcionamiento es malo, la cuestión fundamental que se plantea es: por qué reemplazarlo. Ciertamente, desde hace siglos los fabricantes de sistemas no faltan, ¿pero son creíbles y, sobre todo, realizables, esos bellos proyectos?
El siglo XX creyó en ello y vimos florecer supuestas prácticas del socialismo. Su verdadera naturaleza (un capitalismo de estado disfrazado de colectivismo que es la base de implacables dictaduras), su empecinamiento ideológico, que desembocan en empresas tan mortíferas como desastrosas, su derrumbe final, demostración a escala real de un enorme desastre económico y humano, han dejado un sabor de ceniza. Y, hasta el presente, no se han visto emerger otras proposiciones aparte de las declaraciones inflamadas de políticos ambiciosos o de intelectuales sin peso.
Este fracaso, empero, no ha extinguido el sentimiento anticapitalista, y entonces uno se formula una pregunta: ¿es el principio mismo del capitalismo que molesta o el programa puesto en práctica para hacerlo funcionar?
Éste ha cambiado considerablemente en el curso de los tiempos. Al principio, la empresa privada y la búsqueda de un beneficio crecieron a la sombra de los estados monárquicos, que las admitieron a condición de que ellas sirvieran a sus intereses (lo que implicaba un marco regulador cuyo perfecto arquetipo es la política económica de Colbert, ministro de Luis XIV). Luego, el empuje liberal, en el siglo XVIII, emancipó el sistema de esta tutela estatal reemplazándola por diversas formas de regulación jurídica. El problema es que en el último cuarto del siglo XX, en correlación con el movimiento de mundialización inherente a enormes progresos técnicos que han empequeñecido el planeta e inaugurado nuevos tipos de relaciones internacionales, un liberalismo tan radicalizado se ha impuesto que ha recusado cualquier forma de reglas, políticas o morales, y que se ha mostrado terriblemente desestabilizador, como lo han demostrado tanto la explosión de las desigualdades como la crisis financiera de 2008. Esta deriva ha realimentado el anticapitalismo y reanimado las profecías que prometen desde hace 150 años una autodestrucción.
Imaginar que el capitalismo va a quedarse ahí es conocer mal su historia y sus prodigiosas capacidades de resiliencia. Es probable que el tiempo de la ideología neoliberal esté contado y hete aquí, ya, que se perfilan las formas de lo que será quizás el capitalismo del mañana. No es (como de costumbre) en el mundo occidental que esto acontece: esta vez, es en China.
Lo más sorprendente (y esto incluso tiene algo de farsa) es que las fuerzas que ponen en marcha a esta nueva metamorfosis se designan ellas mismas “partido comunista”. De hecho, la oligarquía política china practica una suerte de regreso a las fuentes dejando construir un capitalismo pugnaz y sin complejos cuyas actividades deben insertarse en el marco de los fines del poder: una suerte de colbertismo modernizado.
Y como el Estado en cuestión, nacido directamente de una tradición milenaria para la cual la democracia pluripartidista, la idea de los derechos humanos, la libertad de expresión, la autonomía del individuo no tienen estrictamente ningún sentido, está realizando el establecimiento de una sociedad del tipo de la que Georges Orwell había imaginado hace tres cuartos de siglo, es previsible que el anticapitalismo tenga aún hermosos días ante él…
Simplemente, la cuestión queda abierta: ¿qué establecer en lugar del capitalismo y cómo ponerlo en práctica? ¿Y cómo pensar seriamente en reflexionar sobre ello, al margen de los charlatanes, de los tribunos grandilocuentes, de los llamados al pueblo que llevan adonde sabemos?
¿Cuántos azotes actuales del liberalismo, que ellos confunden con su caricatura, se convertirán en un mañana en sus más fervientes defensores? Se ven tantas cosas improbables en los tiempos que corren…
Lo más sorprendente (y esto incluso tiene algo de farsa) es que las fuerzas que ponen en marcha a esta nueva metamorfosis se designan ellas mismas “partido comunista”. De hecho, la oligarquía política china practica una suerte de regreso a las fuentes dejando construir un capitalismo pugnaz y sin complejos cuyas actividades deben insertarse en el marco de los fines del poder: una suerte de colbertismo modernizado.
Y como el Estado en cuestión, nacido directamente de una tradición milenaria para la cual la democracia pluripartidista, la idea de los derechos humanos, la libertad de expresión, la autonomía del individuo no tienen estrictamente ningún sentido, está realizando el establecimiento de una sociedad del tipo de la que Georges Orwell había imaginado hace tres cuartos de siglo, es previsible que el anticapitalismo tenga aún hermosos días ante él…
Simplemente, la cuestión queda abierta: ¿qué establecer en lugar del capitalismo y cómo ponerlo en práctica? ¿Y cómo pensar seriamente en reflexionar sobre ello, al margen de los charlatanes, de los tribunos grandilocuentes, de los llamados al pueblo que llevan adonde sabemos?
¿Cuántos azotes actuales del liberalismo, que ellos confunden con su caricatura, se convertirán en un mañana en sus más fervientes defensores? Se ven tantas cosas improbables en los tiempos que corren…
Traducción: Dr. Maximiliano Hernández
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