RICHARD PIPES Y EL INTELECTUAL REVOLUCIONARIO
NELSON RIVERA
EL NACIONAL
Pipes recuerda aquel paradigma de Joseph
Schumpeter, que aseveraba que el descontento no basta para poner en
movimiento una revolución. Por sí mismo, la visceralidad del malestar
desemboca en revueltas. Son los intelectuales, en este caso equivalentes
a los sectores formados de la población, los que se ocupan de
incentivar, difundir y dirigir el resentimiento. Mientras el común
aspira a solucionar su disconformidad, quien se asume como vocero de la
mayoría silenciosa quiere alcanzar el poder. Pipes dedica el cuarto
capítulo de su inmenso, imprescindible y quizás insuperable estudio de La Revolución rusa (Penguin Random House Mondadori, España, 2016) a la intelligentsia.
Para que ella exista son necesarias
dos condiciones: una ideología fundada en el principio de que el hombre
es moldeable, es decir, sujeto de ingeniería social; y plataformas
laborales y de acción que les permitan promover sus ideas y a sí mismos:
el periodismo, la docencia, el ejercicio del derecho, la academia, las
agrupaciones políticas y más. En términos prácticos, una élite que se
oficia a sí misma como adversaria del establecimiento. En la Rusia
monárquica y burocrática, la intelligentsia era percibida por el poder como una amenaza real.
Hasta Michel de Montaigne, Sir
Francis Bacon, John Locke y, por supuesto, Claude-Adrien Helvetius, se
remonta la búsqueda de Pipes, impelido por el deseo de dar con algunos
antecedentes de esta intelligentsia, que también tenía
presencia en otros países europeos. Copio un párrafo iluminador de
Pipes: “La teoría de Helvetius puede aplicarse de dos maneras. Podemos
interpretar qu significa que el cambio del ambiente social y político
del hombre debe llevarse a cabo pacífica y gradualmente, de un modo
ilustrado y por medio de la reforma de las instituciones. De ella
también podemos inferir la conclusión de que la mejor forma de alcanzar
ese fin es a través de la destrucción del orden existente. Que
prevalezca uno u otro enfoque –el evolutivo o el revolucionario– parece
depender en gran medida del sistema político del país en cuestión y las
oportunidades que ofrece a los intelectuales de participar en la vida
pública”. En países como Rusia, donde solo unos pocos lograban acceder a
la esfera de la influencia o las decisiones, predominaba una tendencia:
la intelligentsia se adhería a ideologías extremas.
Una caracterología del resentimiento
Un primer apunte: la intelligentsia se
aparta de la realidad. Además de una idea sobre el pueblo que es pura
abstracción, el revolucionario se guía por su programa mental –por sus
teorías– y no por la sustancia de lo real. Más: ante la persistencia de
la realidad, el revolucionario la denuncia: sostiene que es perversión,
estatuto que merece ser derribado o caricatura de una mejor y auténtica
realidad que permanece al acecho, y que será liberada por la acción
revolucionaria. Esto explica, por una parte, que apenas toman el poder,
la especie de los intelectuales revolucionarios se haga del control de
los medios informativos e impongan la censura: es el modo de instalar la
falsa realidad de sus teorías.
Lo anterior es indisociable de la
creación y uso de un lenguaje que haga posible la exhibición de la
fantasía revolucionaria. Vocabulario, modos de frasear y usos
sintácticos, no se vinculan a la realidad, sino a la concepción (irreal)
de esta. Ese lenguaje se vuelve inseparable de los rituales del poder, y
se alimenta de tabúes. En su fondo se trata de una estrategia de
apropiación: hablar por el pueblo, en su nombre. Pero también un método
de construir al enemigo: herramienta para acusar, difamar, degradar al
adversario.
Este hacerse de la voz del pueblo y
la práctica sistemática de la injuria y la descalificación del ‘enemigo’
está en la base de práctica del jacobinismo: la diseminación del
terror, “el empeño de la élite intelectual en establecer un poder
dictatorial sobre el pueblo en nombre del pueblo”. Al reducir las
personas a ideas; al reemplazar la realidad por consignas, se despeja el
camino para establecer una dictadura, nada menos que en nombre de
libertad.
La gran paradoja, señala Pipes, es
que capitalismo y democracia, al tiempo que elevan la condición del
intelectual y le abren escenarios de actuación, amplifican su
inclinación al descontento. El intelectual revolucionario envidia la
riqueza y el prestigio de otros. Resiente. Su propósito no es el de
solucionar los problemas, sino explotar los agravios. Pipes cita la
reveladora percepción de Ludwig von Mises, quien sostenía que el apego
por las filosofías anticapitalistas, es un modo de “hacer inaudible la
voz interior que les dice que son enteramente responsables de su propio
fracaso”. Ese es el impulso que los conduce a razonar en contra de las
libertades políticas y económicas, para abrirle paso a la fantasía del
socialismo: eliminación de la propiedad privada, abolición de las
libertades individuales.
El hombre nuevo: odio al hombre real
Y más: es el impulso que los conduce a
esa suerte de fantasmagoría que es la invención del hombre nuevo: un
humano radicalmente distinto –en su contextura, no más que la aspiración
de una entidad inhumana–, que pueda distribuir la riqueza, requisito de
una sociedad justa. Transcribo aquí solo unas líneas del fragmento
rimbombante que León Trotski escribió sobre el hombre nuevo: “El hombre
se fijará la meta de dominar sus emociones, elevar sus instintos a la
altura de la conciencia, hacerlos transparentes (…) crear un tipo
sociobiológico superior, un superhombre, si se quiere”.
La diferencia entre unos socialistas y
otros, queda firmada por los medios con los cuales avanzar hacia el
poder. Los hay que proceden a través de reformas y los que no conocen
otros métodos que no sean los de la violencia y la crueldad. Chéjov, nos
recuerda Pipes, lo vio con entera claridad: “No creo en nuestra intelligentsia;
es hipócrita, falsa, histérica, inculta, perezosa. No creo en ella
cuando sufre y se queja, porque sus opresores se alojan en su fuero más
íntimo”.
Fue esa intelligentsia de
profunda vocación tiránica la que en 1879 creó la que debe ser una de
las primeras organizaciones terroristas de occidente, llamada “La
voluntad del pueblo”, que logró asesinar al emperador Alejandro II, en
un atentado. Fue esa intelligentsia la que convirtió el
fanatismo en una profesión. La que aglutinó a un conjunto de personas
provenientes de distintas partes de Rusia, que en su mayoría llevaban
consigo el resentimiento del fracaso personal, los que atizaron el
malestar de la sociedad rusa hacia la agotada monarquía de los Romanov, y
protagonizó la revolución de 1917, cuya sombra totalitaria ocuparía
buena parte de Europa y un largo trecho del siglo XX.
_____________________________________________________________________________La Revolución rusa. Richard Pipes. Penguin Random House Grupo Editorial. España, 2016.
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