Ángel Oropeza
Revisando archivos, me encontré con un excelente artículo del padre
Luis Ugalde, en el cual el ex rector de la UCAB reflexiona sobre la
metamorfosis de los ideales y de las personas cuando son seducidas por
el poder, y cómo los otrora sublimes sentimientos se evaporan cuando se
embriagan del poder que les arrastra y enamora. Así, ante el fracaso de
sus políticas, las antiguas utopías de redención se convierten en
cínicas. “En esa etapa final del poder –nos dice Ugalde– exigen que sus
colaboradores se callen en vergonzosa complicidad, que pisoteen sus
conciencias, que extremen el cinismo para decir que lo blanco es negro y
proclamar que los evidentes desastres están a punto de parir una nueva
humanidad”.
Si algún rasgo de justificación ética o de móviles basados en la
bondad y la justicia acompañó en algún momento a la llamada revolución
bolivariana, estos han sido incinerados al contacto con el poder, esto
es, tras el ejercicio de llevar a la práctica aquello en lo cual se dijo
creer. Evidencia de ello es, por ejemplo, la enorme corrupción y
riqueza que muestran los dirigentes oficialistas, lo cual permite
calificar al gobierno de Maduro como la administración más corrupta
desde 1958; la crónica ineficiencia que ha multiplicado los problemas de
política pública y ha ensanchado la deuda social acumulada; el cinismo
de llamar soberanía la conversión de nuestro país en una sumisa colonia
cubana, o de insultar y agredir a los demás en nombre del amor.
El mantenimiento de la tortura como procedimiento policial de
rutina, la diaria sangría en nuestras cárceles por la corrupción e
indolencia oficial, las más de 70 muertes violentas diarias en promedio
en Venezuela por no aplicar las medidas que las evitarían, pero que no
se toman porque reducirían el control partidista sobre las estructuras
policiales, militares y judiciales del Estado (y eso no se puede
permitir, no importa cuánta sangre siga costando) son solo muestras de
la crueldad y mal corazón de la oligarquía gobernante. La misma a la que
no le importa causar sufrimiento o generar dolor si así lo indica el
cálculo político o el mantenimiento de sus puestos y fortunas.
Esta crueldad alcanza una etapa superior con la práctica
recurrente del cinismo como forma privilegiada de relacionarse con los
ciudadanos a quienes se debería servir en vez de explotar.
Según el DRAE, cinismo se define como “desvergüenza en el mentir o
en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”.
Definiciones más amplias lo describen como “beneficiarse como sea sin
importar perjudicar a otras personas”. Son el desprecio burlón, la
indolencia, la explotación y el rechazo a los demás, las marcas
distintivas del cínico.
Reprimir, encarcelar y hasta asesinar personas en nombre del amor y
la paz; violar derechos humanos alegando la suprema felicidad de la
patria; impedir que el pueblo pueda ejercer su soberanía en unas
elecciones de verdad, y pedir luego respeto a ese “resultado”; imponer
una inconstitucional asamblea “constituyente” que nadie escogió y que
nadie reconoce, pero que se autoproclama como el más alto poder de la
nación, son todas palmarias evidencias de cinismo de nuestra decadente
oligarquía.
Por supuesto, el cinismo de nuestros burócratas persigue como
estrategia desestimular no solo a los opositores, sino al resto de la
población. En respuesta al planificado cinismo gubernamental, muchas
personas se desaniman y frustran al sentir que es tan inmensa la
distancia entre su sufrimiento y lo que hacen quienes los gobiernan, que
no hay ninguna posibilidad de resolver las causas de sus limitaciones y
penurias. Sembrar desesperanza es la intención primaria de la
estrategia del cinismo.
La historia demuestra que la mayoría de las veces el crecimiento
del cinismo es un reflejo de la debilidad de los regímenes autoritarios.
El aumento del primero intenta tapar el temor y la fragilidad de los
segundos. Cualquier parecido de lo que estamos presenciando hoy en
Venezuela con los ejemplos de la historia no es para nada coincidencia.
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