ANEMIA DEMOCRÁTICA
Mibelis Acevedo
Tras 20 años de una “revolución” redondamente fracasada, excepto cuando se trata de exhibir su señero talento para la destrucción -lo cual da cuenta de otro fiasco, el de esas utopías que bajo la saya de “progresistas” no logran disimular el pelaje del lobo populista que aúlla, muerde y desgarra hasta el hueso si sospecha que puede perder el poder- abisma ver cómo el afán por suprimir el pasado, la sombra del “Estado burgués”, y atornillar la visión de la élite dominante, ha dejado una muesca que va mucho más allá de lo reconocible. Tras la epidermis, rajada también por los cuerazos recurrentes, el carácter de una sociedad no escapa a las secuelas del maltrato, la coacción, el miedo.
En
efecto, a contrapelo de las promesas lanzadas como papelillo en plena
borrachera revolucionaria, nunca hubo clarividencias ni giro feliz en lo
económico -al contrario, hoy descuellan el abismo y la involución- ni
intención de combatir las taras del subdesarrollo rentista que Chávez
juró exorcizar con su gesta cuasi-numinosa contra la “tiranía del capitalismo salvaje”; ni siquiera visión pragmática para notar que "da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones",
como en 1960 apuntaba Deng Xiaoping. No obstante es innegable la
progresiva transformación (¿deformación?) de la dinámica política, la
alteración del tejido social que gracias a la sistemática inoculación de
anti-valores ha ido debilitando un ya anémico ethos democrático.
La
situación se torna más preocupante si se advierte que el salvavidas de
los 40 años de democracia civil va luciendo como un espasmo, una elipsis
milagrosa dentro de la larga y casi ininterrumpida sucesión de
autocracias que han cundido en el país. Esa elipsis, sí, logró plantar
semillas, el paradigma de modernidad que en el siglo XX nos arrimó a esa
sociedad abierta y deseable. Pero también hubo omisiones fundamentales
en cuanto a la calculada promoción de una robusta cultura ciudadana,
ajena a la reducción del “hombre masa” y erigida sobre la base de
la participación consciente y plural, la convicción de autoeficacia
política, la solidaridad, la tolerancia, el reconocimiento del otro, el
rechazo a la demagogia, el cumplimiento de normas y el apego por la
mediación de las instituciones, entre otros valores claves para la
supervivencia de una cultura inquebrantable y viva que opusiese dique
íntimo al autoritarismo.
Esgrimir un ethos
democrático que, contra el agusanado modelaje de los poderosos, busca
rearmarse a partir de despojos, de referentes truncos, de una memoria
colectiva manoseada a discreción, de experiencias no vividas por muchos;
eso en medio de un festín de símbolos autoritarios cuya presencia se
vuelve parte de nuestra “normalidad”, no es fácil. Luego de dos décadas
de retroceso, razzia de valores e imposición de la “triunfante”
lógica del “más fuerte”, ¿qué tan entera es la certeza de que sólo la
democracia puede garantizar el equilibrio entre la búsqueda del
bienestar colectivo y la protección de la libertad del individuo; que
tan potente la idea de que la imperfecta democracia “es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”, como ironizaba Churchill?
La
duda escuece no sólo al presenciar el desguace mutuo, la embestida
feroz y caótica de las manadas virtuales, la ofensa y la injuria que
trasmutan en “derecho” de pretendidos demócratas avalando una suerte de “rebelión de los indignados”; también al topar con llamados a barrer con el liderazgo y los partidos (que “sólo son necesarios en democracia”, según
se apunta, como si nuestra historia no adujese lo contrario) o a
instaurar dictaduras profilácticas para una “transición” controlada por
ungidos, una que algunos porfiados insisten en divisar a pesar de la
falta de indicios. Irónicamente, se trata de los mismos “libertarios”
que enarbolan los corajudos ejemplos de Walesa, Mandela o el mismo
Betancourt, sin pasearse por el hecho de que en esos casos, y tras la
caída de los autócratas, los gobiernos que promovieron contra todo
trance fueron democráticos.
El ánimo
anti-partes (anti-pluralista y anti-democrático, por tanto, alentado por
la intransigencia de ese sector que, más que enfocarse en su
antagonismo respecto a un régimen -el enemigo común- que no duda en
calificar de dictadura, parece asumir como estrategia la desactivación
de los potenciales competidores que tendría en democracia) no deja de
hundir el dedo en la úlcera del descreimiento. Repensarse, entonces, es
necesario: ya que luce útil una revisión que admita el pluralismo agonista
dentro de la oposición, cualquier plan de rescate de la política en una
eventual coalición debería exaltar como virtud la gestión democrática
de las diferencias. Aceptar lo extraño en uno mismo, como decía Vico,
para reconocer lo distinto en el afuera: he allí la esencia de un ethos cuya restauración servirá también para reconstruirnos.
@Mibelis
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