LIDERAR LA LUCHA CONTRA EL TOTALITARISMO
Miguel A. Martinez Meucci
POLITIKA UCAB
Una de las preguntas recurrentes en el
debate político mantenido por quienes buscan un cambio político en
Venezuela es la siguiente: ¿es posible salir de un régimen autocrático
por medios democráticos? Las posiciones más enconadas responden con
rotundidad, afirmativa o negativamente, exponiendo cada grupo una serie
de casos históricos a modo de evidencia concluyente. Entre quienes
ofrecen explicaciones menos rotundas, se afirma que la evidencia
disponible demuestra la necesidad de una previa fractura de las élites
políticas del régimen autocrático, situación que a veces, no siempre, se
ha producido por vías electorales. Dentro de esta posición general
aparecen diversos matices: algunos sostienen que fundamentalmente hay
que concentrarse en la vía electoral, con la esperanza de sobrevivir e
ir presionando al régimen hasta que algún día el intento funcione,
mientras que otros argumentan que dichos intentos requieren el
acompañamiento de una movilización nacional e internacional que va más
allá de los comicios.
Todas estas posiciones se centran en el
análisis de la vía a seguir, de la estrategia a desarrollar y en la
demanda de una unidad estratégica. No cabe duda de que estos debates son
fundamentales a la hora de pensar en el cambio político que requiere
hoy en día Venezuela. Y desde mi punto de vista, no cabe duda tampoco de
que estas distintas posiciones (cuando los argumentos que ofrecen son
serios) están orientadas por el tipo de conocimiento que la ciencia
política que predomina en nuestro tiempo intenta producir. La ciencia
política, en su aspiración a ser verdaderamente científica, considerará
como conocimiento aquello que sea capaz de ser comprobado mediante
evidencia empírica, y como tal, uno de sus métodos más tradicionales es
el de la comparación entre distintos casos más o menos semejantes. Dicha
comparación resulta pertinente e ilustrativa, y nos permite profundizar
en la compresión de elementos que, al menos vistos a posteriori,
parecerían ejercer un peso determinante en medio de las relaciones
causa-efecto que se intentan estudiar.
No obstante, el intento de comprender la
realidad política como si ésta obedeciera a lógicas eminentemente
lineales de causa-efecto, reduciendo su complejidad intersubjetiva y
multicausal al estudio de ciertas variables que llegamos a considerar
como más o menos aisladas o aislables, no debe llevarnos a incurrir en
el error de confundir el mapa con el terreno. Estas comparaciones,
rigurosas pero limitadas y acotadas a cierto tipo de conclusiones,
ofrecen luces importantes para pensar la realidad política, pero ésta no
se agota ni limita a los estrechos márgenes de la investigación
politológica. Y cuando hablamos no sólo de pensar la realidad política
sino además de cambiarla (esto es, de pensar políticamente con el objeto
de incidir en la realidad), con mucha mayor razón hemos de comprender
en su justa medida tanto el valor como las limitaciones del pensamiento
que la academia de nuestro tiempo tiende a considerar como
verdaderamente científico en política.
La comprensión de la política en vivo y
con miras a la acción se antoja mucho más compleja. Si en el ámbito de
la ciencia política tradicional difícilmente se puede sostener la última
palabra, mucho menos en el convulsionado terreno de la realidad
política, en el cual los hechos siempre terminan encargándose de
desmentir los postulados de los más calificados especialistas. En este
ámbito la facultad del juicio no puede ser sustituida por los resultados
de innumerables investigaciones científicas, por la sencilla (aunque
nunca plenamente comprensible) razón de que los seres humanos estamos
dotados de libre albedrío. Si lo que la ciencia política convencional
considera como conocimiento científico agotara la comprensión de la
realidad política, la posibilidad de predecir la realidad estaría al
alcance de la ciencia política, mientras que la implicación fundamental
de dicha capacidad sería la ausencia de libre albedrío en los seres
humanos. La política es impredecible, difícilmente pronosticable y
siempre sorprendente porque los seres humanos podemos, el día menos
pensado, cambiar de opinión, hacer lo que nunca antes hicimos y romper
las estadísticas. En tal sentido, una más genuina, completa y profunda
comprensión de la política y de lo político no sólo debería ser capaz de
entender mejor a los seres humanos en su condición de seres libres, no
condicionados por unas mecánicas leyes del comportamiento, sino también
de verificarse en la capacidad de potenciar la realización de nuevas
realidades.
Por tales razones nos parece que el
debate acerca de si el cambio político puede producirse o no
electoralmente debe expandirse a otras consideraciones, o incluso ser
enfocado de un distinto modo si en verdad se trata de cambiar las cosas.
En un par de artículos anteriores nos inclinamos por presentar el
debate como la necesidad de responder a ciertos dilemas básicos de cara a
la acción. Desde este punto de vista, y considerando que (en virtud de
la condición libre del ser humano) el asunto no se trata de repetir una
receta que haya funcionado en otras partes, sino en comprender lo que
demanda la circunstancia concreta, quizás la insistencia en definir la
vía a seguir deba incorporar también una reflexión ordenada con respecto
a quiénes estamos siendo nosotros, los ciudadanos, los sujetos de la
política, de cara a ese cambio que tanto anhelamos. Y ese “nosotros”,
por supuesto, no excluye sino que incorpora de forma muy especial al
liderazgo político.
La discusión en torno al qué debemos
hacer (unirnos, votar, no votar, protestar, etc.) tiende a reflejar una
perspectivas sobre la política que la entiende como técnica (τέχνη),
pero desde una perspectiva más amplia quizás convenga preguntarnos cómo
debemos ser, desde la convicción de que sólo desde la actitud adecuada y
desde una verdadera transformación personal es factible alcanzar
resultados difíciles e improbables. A fin de cuentas, toda recomendación
estratégica, toda idea acerca del camino a seguir, habrá de ser
ejecutada por personas de carne y hueso, y por ende conviene entonces
saber si las personas encargadas de desarrollar y apoyar la vía de
acción que suponemos adecuada están (o estamos, en el entendido de que
todos somos y debemos ser parte de ese cambio) en realidad integralmente
preparadas para ello. El reto, en el caso que nos ocupa, es propiciar
el quiebre de un régimen que se caracteriza por su esencia totalitaria.
El totalitarismo es la modalidad más
extrema que pueden alcanzar los regímenes autocráticos de nuestro
tiempo. Su característica principal no es el genocidio (aunque a menudo
llegue a incurrir en él), sino la dominación a través de un control
exhaustivo de la vida de cada persona, hasta llegar a influir
poderosamente en la dimensión más íntima de su conciencia. Para ello se
vale del terror y del adoctrinamiento, ampliamente desarrollados
mediante la propaganda masiva y el uso de la policía secreta y fuerzas
paramilitares. El control es tan incisivo y absoluto que se manifiesta a
través de lo que Orwell llamó el “doble-pensar” y de una neolengua por
la cual se va perdiendo toda referencia entre palabra y realidad, hasta
que se hace casi imposible distinguir lo verdadero de lo falso. En
último término, los genocidios que propician los totalitarismos
sobrevienen como consecuencia de la incapacidad moral (para pensar y
para actuar) en la que sumen a buena parte de la población.
Frente a este tipo de régimen, responder a
la pregunta ¿cómo debemos ser? es por lo menos tan importante como
contestar a la de ¿qué debemos hacer? La lucha frente al totalitarismo,
más que frente a cualquier otro tipo de régimen autocrático, requiere
una verdadera transformación interior. Y dado que la base de la
dominación totalitaria es el uso combinado del terror y la mentira, la
tarea de combatirlo pasa, sobre todo y como requisito previo a cualquier
consideración técnico/estratégica, por el cultivo del valor personal y
de la indeclinable búsqueda de la verdad. El mal totalitario es tan
rotundo, tan enraizado en nuestras propias debilidades y carencias
morales, que sólo desde la mayor integridad personal es factible rehuir
el laberinto de ficciones y medias verdades en el que aquel prolifera y
pretende obligarnos a vivir. El totalitarismo se sustenta y propicia la
incapacidad de la gente para atreverse y para pensar, y como tal no es
el dominio de muchos mediante la fuerza de unos pocos; es más bien la
reconfiguración de una sociedad entera a partir de sus peores vicios,
carencias y debilidades. Transigir con eso, transitar por los caminos
torcidos que nos deja medio abiertos, expresarnos con su lenguaje falaz y
engañoso, es en definitiva sucumbir a su sistema.
No perdamos de vista que a la tragedia
actual no se llegó a punta de pistola; se llegó a punta de votos más o
menos manipulados, de dólares preferenciales, de cupos de CADIVI, de
“misiones” salvadoras y de cajitas CLAP, todo ello al fragor de
consignas altisonantes y camisas rojas empleadas para acostumbrarnos a
odiar el esfuerzo, la virtud y el talento. A ello contribuyó tanto quien
militó activamente en semejante despropósito como quien negó su
peligrosidad, asegurándonos que sólo se trataba de otro mal gobierno
frente al cual ninguna medida excepcional era necesaria. A menudo
incluso se copió una y otra vez el discurso del propio régimen y se
intentó competir con él en sus dádivas y prédica demagógica, mientras
éste avanzaba en el saqueo del país y la destrucción de su tejido
social. Cada quien sabe en qué medida ha sido compañero de viaje del
totalitarismo chavista, aunque no esté dispuesto a reconocerlo
públicamente.
Resulta entonces casi natural que las
voces de quienes llaman ante todo a una recuperación moral, enfocada en
el cultivo de las actitudes necesarias para enfrentar al totalitarismo,
resulten tan odiosas a oídos de quienes, o comparten de algún modo las
ideas del régimen, o prefieren evitar los costos de actuar conforme a la
rectitud moral. Estas actitudes no dejan de ser humanas y
comprensibles, y de hecho proliferan en todos los regímenes políticos
que logran implantar una gran ficción y atmósfera de terror sobre la que
sustentan su dominación. Pero quizás sea este momento, en el que todo
parece perdido, el más propicio para dejar de engañarnos, para entender
que ningún cambio sobrevendrá sin grandes esfuerzos de parte de todos y
sobre todo de nuestro liderazgo, sin un corte definitivo con la ficción
totalitaria y sin la superación del miedo.
La acción política guiada por un cálculo
de costo-beneficio inmediato en un contexto de terror no tiene
oportunidades de victoria frente a la dominación totalitaria. Sólo la
acción desafiante y valiente, guiada por un apego indeclinable a valores
fundamentales, tiene la capacidad de levantar los ánimos colectivos e
ir articulando, lenta pero tenazmente, la actitud y el poder necesarios
para romper la atmósfera de ficción y terror en la que se sustenta el
totalitarismo. Un liderazgo que no sea capaz de insuflar en la gente ese
espíritu de resistencia, esa convicción profunda en el poder liberador
de la verdad, esa motivación para trabajar unidos por algo superior a
cada uno de nosotros, será por el contrario un falso liderazgo, un
esfuerzo impotente y contradictorio cuyo ejemplo sólo invitará a que
cada quien haga su propio pequeño cálculo de supervivencia. Por algo
sostenían los antiguos que el coraje era un componente esencial de la
virtud política, y por algo generan tanta desconfianza quienes se
irritan ante los actos de valentía que se acometen frente a un poder
omnímodo e injusto. Ninguna teoría ni ninguna técnica podrá rendir
resultados en el terreno de la política si se renuncia de entrada a la
enorme capacidad transformadora que sólo el coraje, la reflexión directa
sobre la realidad y la pasión por la justicia son capaces de generar.
@martinezmeucci
No hay comentarios:
Publicar un comentario