ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Cuando fundó el Partido Liberal, en 1840, Antonio Leocadio Guzmán
dedicó importantes espacios en su periódico para explicar de qué se
trataba. Escribió de los partidos políticos en general, y de las razones
que aconsejaban, por lo menos, la existencia de dos de ellos: uno del
gobierno y otro de la oposición. ¿Se necesitaba la explicación? ¿Hacía
falta enterar a los venezolanos de entonces sobre la trascendencia de
unas organizaciones que, ya en la época, animaban la vida de las
naciones en Europa y en buena parte de América Latina?
En Venezuela no había partidos hasta entonces. La desmembración de
Colombia condujo a la formación de círculos de opinión que se reunían
con asiduidad y publicaban sus opiniones en la prensa, hasta fundaron
semanarios para plantear temas de interés general, pero eran
asociaciones pasajeras. Desaparecían cuando lograban su propósito, o por
la falta de una plataforma que les diera permanencia. Después de la
secesión nació un grupo de importancia que rodeó a Páez, le apoyó en su
gobierno y ocupó las plazas más atractivas de la burocracia, pero sin la
existencia de un programa ideológico que lo sustentara ni emblemas que
lo distinguieran. No tenían normas para la inclusión ni para sacar a las
personas incómodas o inconsecuentes, mucho menos para presentarse con
un conjunto de planteamientos que les concedieran homogeneidad. Los
llamaron godos, conservadores y oligarcas, pero se trató de motes
forjados al calor de las circunstancias que los identificaban sin
precisión.
Tal desorientación obligó a Guzmán a ofrecer las primeras
lecciones de pedagogía partidista que se conocieron entre nosotros, y
fue así como los venezolanos se estrenaron en el conocimiento de lo que
eran los partidos políticos y de lo que era o podía ser un partido de
oposición. Pero no solo se enteraron, sino que se animaron a formarlos.
El Partido Liberal logró apoyos clamorosos en el núcleo de los
propietarios y en los barrios humildes, mientras el paecismo procuró una
estructura que le diera mayor solidez y lo mostrara con cara definida
ante la sociedad. Hacia la mitad del siglo, la colectividad ya se pudo
ubicar en dos banderías con características definidas y con ideas
capaces de conducir a enfrentamientos explicables más allá de lo
circunstancial y de hacer que la gente peleara por ellas con
conocimiento de causa.
El gozo se fue al pozo poco a poco, hasta el punto de que apenas
quedó el recuerdo de lo que fue una época de oro de las organizaciones
que pensaron el país y lucharon por él desde domicilios estructurados y
diferenciados. El declive de Páez y la suerte de las guerras condujeron a
la muerte de los conservadores, o a que vivieran mediante respiración
artificial. El exacerbado personalismo de Antonio Guzmán Blanco, hijo y
hechura del líder fundador, hizo de los liberales los acólitos de un
tenderete colocado a su servicio. Cuando termina el siglo, los dos
grandes partidos son lo más parecido a un espectro que apenas sirve para
cubrir formalidades.
Hoy no se puede hablar de una situación semejante a la de los
orígenes republicanos, cuando se le debía explicar a la gente para qué
servían los partidos políticos y para animarlos a su formación. Sin
embargo, si uno se pregunta dónde están en la actualidad los partidos de
la oposición y si existe de veras un partido político moderno alrededor
de la dictadura, se pueden establecer vínculos a través de los cuales
se explique la inopia o la real inexistencia de unas plataformas
políticas que tuvieron vida y llamaron la atención de la ciudadanía,
pero que terminaron haciendo escandaloso mutis por el foro sin aviso
claro ni comentario confiable. Del partido que apoya a la dictadura se
puede afirmar que depende de las necesidades del Ejecutivo y de los
caprichos de un par de portavoces, pese a los continuos cacareos sobre
revolución, socialismo y bolivarianismo.
De los de oposición no se puede dar cabal razón, porque se han
empeñado en hacer vida en los rincones sin ganas de presentarse con
algún decoro ante la sociedad. Pese a los problemas que asfixian a
quienes fueron antes sus seguidores entusiastas o sus pacientes
espectadores, han preferido la clausura de un limbo sobre cuya ubicación
nadie es capaz de ofrecer pistas. Como del limbo nadie puede diseñar un
mapa, ni siquiera los papas de Roma que lo han cambiado varias veces de
lugar o han declarado su inexistencia, estamos en un caso parecido al
de 1840, aunque más complicado. Ahora no solo se trata de explicar para
qué sirven, sino también de analizar su suicidio.
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