La
peor etapa de la historia de Venezuela está muy cercana a concluir.
Nunca como nación habíamos vivido, por una duración de casi dos décadas,
una peor combinación de incapacidad, mediocridad, robo sistemático de
los bienes y del dinero público, perversión ideológica, mezquindad,
ausencia de escrúpulos y violación sistemática de los derechos más
sagrados de los venezolanos. Son pocos los países en la historia de la
humanidad que han soportado una peste como la que cayó sobre Venezuela y
una destrucción tan cabal de todo lo logrado a través de los siglos,
por parte de una banda de delincuentes que logró alcanzar el poder
político.
Ese análisis tiene mucho que ver con
nuestro pasado y el lector entenderá que no nos extenderemos en el
recuento de hechos que todos conocemos. Lo que proponemos es una
conversación sobre lo que tenemos que hacer, a partir de mañana o de
pasado mañana cuando Chávez y Maduro sean solo un recuerdo nefasto, para
evitar que desgracias como esta vuelvan a suceder.
Lo importante es cómo preservar la
democracia y el Estado de Derecho, es decir, un ordenamiento de las
cosas que impidan que un gobierno malo se eternice en el poder y que las
instituciones sean incapaces de impedir que nuevamente ocurra un
deslizamiento desde una democracia, que siempre será imperfecta, hacia
una dictadura, que las más de las veces será inepta y siempre será
corrupta.
En otras palabras, cómo conservar el
derecho que tenemos todos los venezolanos de echar de Miraflores a los
gobernantes cada cinco o seis años.
Lo que vamos a plantear tiene mucho que
ver con las fallas que la democracia presentó en Venezuela y está
presentando en muchas partes del mundo: los países están siendo
asaltados por bucaneros de la política, como ocurrió en Venezuela y
ocurre y puede presentarse en otros muchos países.
Observamos dos constantes en los
gobiernos que abren las puertas a la destrucción del Estado de Derecho y
al surgimiento de mesías, grandes timoneles, comandantes eternos, guías
esclarecidos y caudillos prepotentes.
La primera falla es no haber podido
luchar efectivamente contra la desigualdad. Nadie estará dispuesto a
defender con pasión un sistema de gobierno que no ha sido capaz de
mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y de sembrar la clara
convicción de que el destino de nuestros hijos será mejor que el
nuestro.
Hemos aprendido, derramando sangre,
sudor y lágrimas, que no se trata de repartir compulsivamente la poca o
mucha riqueza existente. Estamos hoy obligados a aceptar que el
desarrollo significa producir nueva riqueza tanto material como
espiritual. Como bien lo demostró Amartya Sen, el desarrollo solo puede
ser concebido como un proceso de expansión de las libertades reales de
las que disfrutan los ciudadanos. Se trata de una sostenida ampliación
de las capacidades humanas que permite a todos gozar de la libertad
suficiente para elegir y llevar a cabo aquellos proyectos de vida que
consideran valiosos. Es decir, para realizarse como personas humanas.
Para ello la primera y primordial tarea
del gobierno que pronto ha de llegar es la educación. Es preparar a
niños y jóvenes para el trabajo productivo, para la investigación, para
la reflexión inteligente, para la civilidad. Se trata de que todo niño
al nacer tenga las mejores oportunidades, lo que significa escuelas y
universidades, pero también hospitales, centros asistenciales, canchas
deportivas y espacios para la cultura. Si eso lo logramos, el
crecimiento económico y la generación de riquezas estarán asegurados.
La segunda falla es la corrupción.
Hasta hace poco, la corrupción era una tragedia ética y un escándalo
político. Hoy, frente a la magnitud de la pillería chavista, adquiere
dimensiones macroeconómicas insólitas. Si los ladrones del
chavismo-madurismo llegaren a participar en las lista Forbes de las
mayores fortunas del mundo, veríamos allí un gran número de
compatriotas.
La corrupción no es compatible con la
democracia. Lo hemos visto en Venezuela, lo vemos en Italia, en Brasil,
en México, lo acabamos de ver en España. En nuestro continente
hispanoamericano solo se salvan, según los índices de Transparencia
Internacional, Chile, Costa Rica y Uruguay.Combatir la corrupción será un gran reto para el próximo gobierno. No puede haber más impunidad, ni para quienes robaron ni para quienes caigan en la tentación de enriquecerse a costa del dinero público. La existencia de una prensa libre, de una Contraloría que controle, de una Asamblea Nacional que investigue y de unos tribunales implacables, ayudarán. Las leyes deben exigir total transparencia en el manejo de la cosa pública. Pero eso no basta. Tenemos que lograr un rechazo político y social total y una sociedad que no tolere al corrupto. Para ello hay que cambiar patrones culturales, poner fin a la mal llamada “viveza” criolla y pagar bien a los funcionarios. El papel de los partidos es esencial: no pueden producirse “solidaridades automáticas” ni tolerancias acomodaticias.
El problema se va a ver magnificado en la Venezuela del poschavismo por la presencia de mucho dinero de origen dudoso buscando ganar respetabilidad, comprando políticos y financiando partidos.
Si no logramos impedir la continuidad de la corrupción en el manejo del dinero público, y si no atacamos eficazmente la desigualdad, todo el esfuerzo y todos los sacrificios que ha costado salir de la dictadura serán vanos y veremos resurgir, como acaba de ocurrir en México por las mismas causas, nuevos profetas y mesías.
Pero creo que podemos tener algo de optimismo. Estos veinte años que han pasado han reforzado valores y endurecido el temple de muchos de los que aspiran a conducir el país y han creado una nueva visión de lo que debe ser la política. El fantasma de Chávez debe vivir. No como creen sus seguidores, sino como recuerdo “eterno” de la tragedia que hemos sufrido.-
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