Mibelis Acevedo
Un país que camina entre ruinas, que se sume en el hueco del hambre y se
exhibe esquelético en las aceras; que añora la vuelta de la luz
-cualquier luz- y la reposición milagrosa del agua, aunque sea por
minutos. Que creyó y fue engañado, que se incorpora y es derribado, que
mira ahora estupefacto cómo la normalidad se vuelve un antojo vano,
distante; que hace repaso de la prosperidad reciente y no logra
reconocerse en este sinvivir, en la tierra asolada tras el paso de mil
pestes, lobos del hombre recolectando despojos para aguantar la brutal
mecha. Drama “de asunto terrible y desenlace funesto”, lo de
Venezuela reúne condiciones para ser juzgado como tragedia, seguramente.
Somos como personajes que intentando “hacer lo correcto” deambulamos
enfrentados de manera misteriosa, quién sabe si por causa de una “condición de carácter” o de un pecado, de un error fatal (lo que Aristóteles llamó hamartia) contra un fatum ocupado en destruirnos, que amenaza con aniquilarnos, con enloquecernos.
Tristeza, temor, euforia, esperanza, desolación, rabia… la hýbris y su alud, toda la emoción, todo el pathos
vive revuelto en estos tiempos. Por sobre los frenos de la razón, hay
que admitirlo, ese ha sido el signo de los vaivenes de esta historia de
adolescencia recurrente. En medio de eventuales fogonazos de adultez
-vitales, preciosos, pero a duras penas mantenidos- la brega contra un
régimen que afina cada vez más sus métodos de permanencia en el poder ha
sido toda una espasmódica faena, un tango que lleva a avanzar un paso,
embriagarnos, luego retroceder tres. Descolocados por la espera,
incapaces de apreciar el valor del logro menudo y ordinario, nos toca
quizás pagar las consecuencias de los procesos que jamás se completaron,
ese crecimiento sistemáticamente truncado que tampoco deja ileso al
imaginario, desordenado, vaciado y vuelto a llenar, según la tiránica
circunstancia.
“Fase terminal”, claman algunos en ejercicio de terca y “vigorosísima fantasía”,
aun cuando las señales escupen lo contrario. De momento parecemos
demasiado cansados para seguir estrujando la propia fuerza, así que todo
empuja a abrazar la “mentira feliz”, a mudar el locus de control de
adentro hacia afuera: en ese espacio reservado a los héroes, a la
hipérbole, a la hazaña imposible, al mágico y dispendioso voluntarismo,
suponemos que el milagro de una transición surgida de la nada tendrá más
chance de ocurrir. Mejor confiar en el poder del ungido -casi puede escucharse al Corifeo- pues lidiar con esa “bête noire” no es asunto para mortales.
En
efecto: no extraña que a merced de la degradación generalizada, de la
mutilación de las expectativas, de la reducción de la necesidad humana a
su expresión más primitiva con el consecuente aferramiento a lo natural
y lo sobrenatural, topemos con este tenaz retorno a una “edad heroica”,
en desmedro del espacio de posibilidad real y madura interacción que
habilita la política. La noción de ciudadanía, con todo lo que implica
-no sólo en términos de derechos y exigencias, sino sobre todo de
deberes y cumplimiento- va borrándose en aras de esa pretendida ruptura
que otro -nunca nosotros- propiciará. Está visto, y es penoso: cuando se
invoca a ese “hombre providencial” el énfasis en el ciudadano se
debilita. Con el mesías aparece también el “contraciudadano”, como lo
llama Sartori.
Los mitos están allí, a la orden del día, prestos a manosear nuestros miedos y carencias, a desalojar la racionalidad plenamente desplegada
-Vico dixit- cuando es necesario, cuando la barbarie y su tosco bufido
retornan para aturdirnos. El héroe, convertido en centro de la identidad
del colectivo, parido a cuenta de ese drama de aire irresoluble que
amenaza con la vuelta al estado primitivo, parece un recurso casi, casi
válido. Peritos en saberes ocultos, conocedores de sibilinas lenguas,
impolutos, humanos no tocados por los vicios humanos; sin estrategia, ni
política ni sentido del tiempo, pero inflamados de pasión moral, ese
“yo” voraz del redentor trasmuta en padre-madre dispuesto a cobijarnos, a
defendernos de toda la saña del mundo… ¿cómo no picar el fascinante
señuelo de su promesa?
Es difícil, sí. Ahogada
en su desesperación y su dolor, la gente pide hazañas y portentos,
demanda salvadores, reniega de lo visible, se entrega a una nueva fe, se
santigua, cierra los ojos, desconfía de sus iguales, pone a la sazón su
destino en manos de los dioses y sus delegados en la tierra. La
impotencia abruma, es cierto. Tan cierto como que prescindir de la razón
es una trampa.
¿En qué momento los líderes
deciden ser superhombres en lugar de hurgar en el asombro por lo llano,
de asumir la modesta labor de trabajar con lo que se tiene, como mejor
se puede? ¿Cuándo la colosal tarea de ser demiurgos de la historia, artífices de nuestro propio destino,
pierde toda significación? Quizás residan allí algunas claves para
descifrar esta nueva, vieja tragedia que se reedita, que no nos suelta.
@Mibelis
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