Fernando Mires
Nunca voy a decir que un gran escritor de novelas está condenado a escribir malos artículos políticos. Mario Vargas Llosa ha probado ya cientos de veces lo contrario. Sus artículos políticos, aparecidos en su legendaria quincena “Piedra de Toque” (El País) han sido en muchas ocasiones, acertadísimos. Tampoco nadie puede decir que siempre ha tenido razón. Es natural, quien escribe sobre política arriesga equivocarse, entre otras cosas porque la política, al ser cambiante, será siempre equívoca.
Suele suceder que un gran escritor de novelas, al observar un determinado momento, se deja llevar, o por un entusiasmo desenfrenado o por un pesimismo funerario. Y también es lógico que así sea. Un gran escritor suele carecer de la perspectiva de “tiempo largo” que deben manejar los historiadores, pues los personajes novelísticos actúan –deben hacerlo- en medio de la ardiente intensidad de un tiempo vivido en presente. El historiador, por el contrario, debe pensar no solo en hechos sino también en períodos. Los novelistas viven de los hechos, sean reales o imaginarios. Los historiadores construyen con los hechos, períodos. Por lo mismo, jamás deben dar a un hecho por definitivamente finiquitado (muerto). “La historia (a diferencias de una story) tiene muchos comienzos, pero no tiene ningún final”, escribió Hannah Arendt.
En el caso del más reciente artículo de Vargas Llosa, titulado -en evocación a una de sus novelas magnas- "Las Guerras del Fin del Mundo", el escritor emite juicios sobre Europa, Rusia y el Medio Oriente, regiones cuyo presente político no puede ser más oscuro. Particularmente lapidaria es la opinión de Vargas Llosa cuando se refiere al mundo islámico. Cito: “La primavera árabe, que despertó tantas esperanzas en todo el mundo democrático, está muerta y enterrada. Sobrevive de milagro en Túnez pero desapareció en Egipto, donde las elecciones libres subieron al poder a unos Hermanos Musulmanes que comenzaron a instalar una teocracia excluyente y agresiva y han sido echados del gobierno por una dictadura militar vesánica” (y el artículo sigue describiendo con desilusión lo sucedido en Libia, Siria, Irak)
De cualquier manera, yo no habría escrito estas líneas si es que las tajantes afirmaciones de Vargas Llosa no hubieran coincidido en el tiempo con un artículo de otro de mis escritores favoritos. Me refiero nada menos que a Arturo Pérez Reverte quien en un artículo publicado en su Blog “Patente de Corso” bajo el amable título "Es la guerra santa, idiotas" -y haciendo uso de un lenguaje que envidiarían hasta los peores rufianes de sus novelas- insulta a todos quienes no vemos en el mundo islámico solo a un nido de alimañas rabiosas y sanguinarios asesinos.
Pérez Reverte, quien a diferencia de Vargas Llosa ofende con premeditada brutalidad a todos quienes en un momento –incluyendo a Vargas Llosa- apoyamos desde lejos a las revoluciones democráticas de 2011, conocidas como las de “La Primavera Árabe”, nos dedica, entre otras lindezas, los calificativos de babosos e “idiotas profesionales”.
Vamos primero por lo serio: Querido Vargas Llosa. ¿Cuándo muere una revolución y cuándo es enterrada?
¿Deberé repetir que la revolución madre de Europa fue dada por muerta y enterrada durante la era del Terror de Robespierre y después durante el imperio de Napoleón, lo que no impidió que los principios proclamados por esa revolución continúen vivos, incluso al interior de las revoluciones árabes a las que Vargas Llosa mató y enterró tan prematuramente?
La pregunta más pertinente en este caso es: ¿Qué significa morir en un sentido histórico?
Cualquier historiador que se precie de serlo, debe distinguir entre la muerte física y la muerte histórica. Yo mismo he sido testigo temporal de muchas revoluciones supuestamente muertas, enterradas y después resucitadas.
En 1956, cuando las tropas soviéticas enterraron (literalmente) a la revolución democrática de Hungría, la prensa mundial coincidió en que esa revolución ya estaba muerta. Cuando en 1968 los tanques rusos avanzaron sobre Praga (otra “primavera”), la misma prensa consideró que la revolución democrática estaba muerta y enterrada. Cuando en 1981 el general Jaruzelski dio un golpe de estado en Polonia, hasta quienes habíamos apoyado activamente a Solidarnosc, pensamos en que la revolución polaca ya estaba muerta. Sin embargo, ¿no fueron esas revoluciones enterradas pero no muertas las que hicieron posible las resurrecciones (o insurrecciones) de 1989-1990?
Para resucitar hay que morir. Al fin y al cabo, Jesús también fue muerto y enterrado y sus palabras resucitan cada día con más fuerza.
Las almas de las revoluciones de los años cincuenta en Europa del Este, a diferencia de las almas de Gogol, tampoco murieron. Solo fueron enterradas (reprimidas) durante un tiempo. En 1989-1990 resucitaron, aunque en otros cuerpos. ¿Y si no hubieran existido las primeras, habrían aparecido las segundas? Las primeras erosionaron los fundamentos del imperio soviético; en ese punto hay acuerdo entre casi todos los historiadores. Las segundas, le pusieron un punto final.
No obstante, mucho más problemático que el de Vargas Llosa es el artículo de Pérez Reverte cuya verborrea –hay que decirlo- suena peligrosamente consonante con la de los grupos neofascistas e islamofóbicos que crecen y crecen en toda Europa.
Según el excelente escritor, todos quienes hemos apoyado a las revoluciones árabes, en algún momento fracasadas, somos personajes ridículos. De esa tesis (hay que llamarla de alguna manera) se deduce que para escapar a la ridiculez, habría que apoyar solo a los movimientos sociales victoriosos. Pero, y esa es mi pregunta, ¿de cuándo acá las revoluciones y rebeliones sociales aparecen en la escena portando una póliza de seguro o una garantía de triunfo?
Más todavía –permítaseme en este punto escribir en primera persona- si yo hubiese sabido que las revoluciones árabes estaban destinadas al fracaso, las habría apoyado de igual manera y con la misma decisión, guste o no a gente como Pérez Reverte. La razón es solo una: cuando alguien entrega apoyo a movimientos que no tienen lugar en su propio país, hay razones no solo políticas sino éticas puestas en juego.
Si yo hubiese realizado un cálculo de probabilidades, jamás podría haber apoyado en su tiempo al Solidarnosc de Lech Walesa ni a la Carta 77 de Vaklav Havel; nunca podría haber firmado por la liberación de Sajarov o Bahro, ni hoy brindado apoyo a Yoani Sánchez y a los suyos debido a que los disidentes no han podido hacer, en más de cincuenta años, un solo rasguño al régimen de los Castro. Jamás tampoco habría cometido la “babosidad” de apoyar a la oposición venezolana, aunque ésta, durante quince años no solo no ha podido sacarse de encima al oprobioso régimen, sino, además, no ha dejado burrada sin cometer.
Más aún, Pérez Reverte: cuando me inicié en la vida política, lo hice junto a miles de jóvenes apoyando con fervor a la resistencia española en contra de Franco. Y ninguno se preguntó acerca de sus posibilidades de éxito o de fracaso. Es que no podíamos hacer otra cosa.
Y a propósito: tan absurdo no fue después de todo haber apoyado a las revoluciones árabes. Con un mínimo de apoyo occidental, la de Siria habría triunfado si esa nación no hubiese sido cedida por Europa a la Rusia de Putin y después arrollada por los movimientos yihadistas. Gadafi ya no está, y aunque el paraíso terrenal no ha llegado a Libia, un mundo sin Gadafi es mucho mejor que uno con él. ¿O no? Ahmadineyah tampoco está, e Irán forma parte de la coalición destinada a liquidar a los yihadistas del ISIS (o EI), gracias a que el presidente Raoní recogió una parte de las reivindicaciones planteadas por los jóvenes durante la “revolución verde” de 2009.
¿Y en Egipto? ¿Habrá que recordar que los jóvenes de las plazas tumbaron a dos gobiernos en un muy breve lapso? Al de Mubarak primero, al de “los hermanos”, después. En la primera ocasión, los “hermanos” se montaron sobre una revolución que ellos no hicieron. En el segundo, los militares se montaron sobre protestas democráticas que ellos no iniciaron. En los dos casos, los estudiantes y otros grupos demócratas egipcios mostraron que ellos están en condiciones de derribar gobiernos pero no (todavía) de gobernar. Ya llegará ese momento. Lo importante por ahora es lo siguiente: esos jóvenes no son personajes de ninguna novela. Existen. Yo los vi.
Quizás debería recordar a Pérez Reverte –y con todo el respeto que su obra me merece– que Francisco Franco murió tranquilamente en su cama, pese a los millones de “babosos” que apoyaban a la resistencia española desde “afuera”.
Los plazos de la historia son muchos más largos y discontinuos que los de las novelas. Razón suficiente para intentar pensar la política en términos más históricos y menos épicos. Pues la política es, entre muchas otras definiciones, un medio que se ha dado la historia para hacerse a sí misma.
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