martes, 4 de marzo de 2014

LA NEOLENGUA COMO TIRANÍA CORRECTA

Jesús Andreu


Como todo el mundo sabe, uno de los recursos más frecuentados por los totalitarismos estriba en la manipulación del lenguaje. No hace falta remontarnos mucho en la historia para comprobar cómo los nazis, blandiendo un cientificismo adulterado y racial, pervertían el lenguaje a su antojo para adoctrinar a la población. El filólogo Víctor Kemplerer dio cuenta documentada de este proceso en el III Reich, a través del cual, por ejemplo, los médicos judíos pasaron a llamarse Krankenbehandler ("asistentes de enfermos"). Un mecanismo que George Orwell plasmó en su novela 1984 tildándolo de "neolengua". Pero, pese a la victoria de la democracia -en 1945 y de nuevo en 1989- la tentación tergiversadora subsiste y con ella el riesgo a recaer en ademanes totalitarios. ¿Por qué?

Quizá en parte por la supervivencia de los nacionalismos, aún en auge precisamente cuando se cumple un siglo del conflicto atroz que desencadenaron. Y es que la génesis de esta ideología tiene mucho que ver con la obsesión por el lenguaje. Recordemos que a finales del siglo XVIII, en Alemania, la lengua se erigió en algunos círculos como matriz del pensamiento, cuando no de la propia realidad y, en consecuencia, como alma nuclear de las naciones. Estas ideas románticas fueron extendiéndose durante el XIX por Europa y no solo entre los artistas; también entre los estamentos que vertebraban el sistema del antiguo régimen, recelosos ante el avance del libre comercio y la burguesía. De este modo, aunque el socialismo surgió entonces como la corriente contrapuesta al liberalismo, un sustrato verdaderamente fanático descansaba en el núcleo de ese nacionalismo pseudo-místico, cuyo alto voltaje emocional acabaron por pulir los maestros de la propaganda moderna.

Ahora bien, lo que la experiencia totalitaria demostró fue el impacto que deparaba la instrumentalización masiva del lenguaje, tal que -más allá del atractivo actual de los nacionalismos, bastante limitado- su deformación continúa siendo moneda de uso corriente. Al cabo, todos caemos a veces en las garras de su producto más fino y depurado, el lenguaje políticamente correcto, que no consiste sino en evitar llamar a las cosas por su nombre. No obstante, unos caen más que otros. De hecho, llama la atención el enlace que este lenguaje ha propiciado, vía victimismo, entre el progresismo más afectado y los populismos de todo orden, cuyos caudillos, nos recuerda E. Krauze, se caracterizan por apoderarse de la palabra y sentirse intérpretes supremos de la verdad. De acuerdo con el profesor André Lapied, la explicación se halla en la defensa a ultranza de la ley del más débil, que cede el privilegio de todo juicio a los buenos sentimientos -de los que las minorías son principales depositarias- por encima de las razones y los argumentos. Un eclipse de la razón contrario al ejercicio de la democracia, que aboca al infantilismo y que entronca, por cierto, con el relativismo cultural, según una usanza universitaria setentera parece que no totalmente pasada de moda.

El presente continúa ofreciendo numerosos eufemismos sonrojantes, empezando por la malhadada "desaceleración económica", si bien los ejemplos más evidentes proceden como es lógico de los países en los que la democracia no ha terminado de enraizar. Así, en Iberoamérica destacan los casos de Cuba y los discursos interminables de Castro, y Venezuela, con las famosas alocuciones de Chávez en Aló Presidente, por no hablar de las privaciones de libertad que padecen los "enemigos del pueblo" y el abuso del lenguaje no sexista que en su Constitución llega al ridículo. Síntomas encubiertos de las embestidas a la libertad de expresión sufridas bajo los Pinochet, Trujillo, Somoza, etc. Es probable que nuestros próceres más fabuladores ignoren la genealogía de sus esquemas lingüísticos o aun que eviten intencionadamente el debate y censuren la libertad de expresión, al haber llegado a un punto en el que solo les queda huir hacia adelante y exprimir todavía más las emociones y la neolengua. Su fracaso y la extinción consiguiente de la distorsión lingüística y la pulsión totalitaria, dependerá del grado de madurez institucional que exhiban por contraste las sociedades, demostrando -como afirmaba Kant de la Ilustración- haber salido de la minoría de edad.

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