Elías Pino Iturrieta
El Nacional
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Cualquier análisis de las turbulencias actuales debe partir de la consideración de las marchas llevadas a cabo por el pueblo. Todos los detalles se vuelven triviales, si no miramos hacia las multitudes insatisfechas pero todavía tranquilas, todavía contenidas, que llenaron las calles de las ciudades y las poblaciones para reclamar al gobierno las vidas que ha quitado o ha permitido que se pierdan, la propiedad que ha pisoteado, la comida que ha botado, el dinero que debería estar en las arcas públicas y no está porque lo robaron, la asistencia médica hecha pedazos, las escuelas vueltas una ruina y las universidades desamparadas, los servicios convertidos en recuerdo de un pasado inasible, la pobreza insultante, la diáspora de la juventud, las palabras huecas, la apoteosis de la vulgaridad, el irrespeto de los preceptos básicos de la convivencia democrática vapuleados con saña, el futuro sin puertas, la sumisión ante un poder extranjero, la patria despreciada y negada.
Lo demás es banal. Todo encuentra origen y destino en un desencanto progresivo que terminó manifestándose, como lo hizo en las últimas semanas, en la majestad de un conjunto de conductas multitudinarias que jamás se habían visto. Nadie salió por un caudillo, sino por su dignidad hecha piltrafa. Si sueña un político que alguien buscó entonces su guía, mejor sigue durmiendo. Tampoco nadie levantó las banderas de un partido, sino su voluntad individual harta de engaños y de fraudes repetidos. Va descaminada una organización política si se quiere ufanar de la convocatoria. No hubo figura ni bandería, ni tampoco medio de comunicación que acarrearan a unos manifestantes que solo querían estar presentes para dejar el testimonio de la necesidad que tienen de cambiar el rumbo de su vida. Ante el cansancio de los estereotipos, se distanciaron de las consignas habituales. Cada quien llevaba una cólera vieja y un anhelo silencioso, sin las ganas de que alguien los interpretara en frases superficiales y en cánticos pegajosos. No esperaban los discursos de rigor ni nada con aspecto de antigualla, sino la experiencia de sentirse acompañados por miles de arrieros que preferían murmurar entre sí mientras se ayudaban con generosidad a pesar la carga de cada espalda escarnecida. Ante la cercanía del abismo, hicieron memoria de los fracasos y estrenaron una andadura caracterizada por la austeridad, como jamás se vio en la trayectoria de la república. Nadie le metió plata al asunto, nadie se puso a hacer afiches de colorines en la víspera, nadie pagó anuncios en la televisión para que la gente saliera de sus casas, pero miles y miles de domicilios quedaron vacíos porque sus habitantes se volvieron torrente para buscar el bien común.
Tal vez puedan estas marchas encontrar analogía con la sorpresiva manifestación de los caraqueños, encabezada por unos estudiantes inexpertos y despiertos, cuando López Contreras no sabía cómo hacer con su herencia de gomecismo y con sus temores de debutante. De resto, nada como las aglomeraciones recientes orienta hacia la novedad y hacia la promesa, como condujo a lo inédito y a lo realmente contemporáneo el movimiento de los primerizos de 1936. El escribidor ha hablado hasta la fatiga de la ausencia de republicanismo que ha caracterizado a la sociedad venezolana, de la intermitencia de los hábitos ciudadanos a lo largo de nuestra historia, de la influencia asidua del personalismo en los asuntos políticos, pero no ha dicho que se trate de una permanencia fatal, de una tara sin solución de continuidad. Movimientos como los descritos, quizá para algunos mediante pluma demasiado entusiasta, marcan la frontera entre lo que fue y lo que puede ser la sociedad en materia de republicanismo y democracia.
No solo por la novedad que representan, sino también por la conducta que han provocado a su antagonista. ¿Qué opone el antagonista a la promesa de estas nuestras multitudes de ahora? También algo inusual: una violencia como jamás se ha sufrido en períodos de paz, una brutalidad que jamás ha llegado a ser tan generalizada mientras no sucede una guerra civil. Son el desafío para la majestad y la austeridad de un republicanismo cuyas armas, aunque letales, tienden a ser sutiles.
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