Al persistir con la violencia, el gobierno confirma que no ha comprendido la telúrica complejidad del reclamo popular. El país que está en las calles es la expresión de una impotencia que perforó los límites de la paciencia ante tantos años de ultraje. La naturaleza de estas protestas desborda la influencia de los radicales en las redes sociales; desborda a los estudiantes, a Capriles, a la MUD, a Leopoldo y a todo el reparto político venezolano, incluyendo al campo bolivariano. Lo que estamos presenciando parece algo distinto, novedoso; algo que no acepta comparaciones.
Mientras pasan los días, los rasgos de esta revuelta se distancian más del libreto de 2002 y de los otros tantos ensayados hasta ahora. Su esencia transpira una convicción que no repara en consecuencias. Lo que pareciera estar emergiendo al fragor del traqueteo de las metrallas, es una lucha de otro orden, carburada por un deber moral.
Si apartamos los nubarrones, podemos ver la insistencia de un paisaje emergente, en el cual las herramientas tradicionales de la política se enfrentan a un ajuste forzado y exógeno a ella: un reacomodo que procura adecuar esos mecanismos a las características inescrupulosas del régimen... Los indignados están convencidos de que una dictadura desacomplejada y envilecida no admite únicamente el empleo de métodos opositores convencionales. Todos ellos son considerados insuficientes, porque las instituciones del Estado bolivariano clausuraron todos los caminos para la canalización de las demandas ciudadanas.
La proscripción del debate civilizado -y su sustitución por las jaurías salvajes que entronizaron la vulgaridad y la ruindad en el lenguaje público- le está abriendo las puertas a lo que va configurándose como un movimiento de resistencia, decidido a reivindicar un sueño democrático y a trastornarle la tranquilidad al gobierno, desde donde ya se ha identificado el fenómeno. La terquedad de la protesta, que no está cediendo a la brutalidad de las balas, asoma una voluntad que no habíamos conocido y que ha tomado por sorpresa a toda la dirigencia del país: a la del PSUV, a la de los estudiantes, a la de la MUD y a los propios proponentes de "la salida", que nada tienen que ver con la aparición de esta nueva dinámica.
De ese movimiento de resistencia civil brota una decisión cada vez más explícitamente principista: no los frustra la permanencia de Maduro en el poder, porque ello no es sino un motivo para continuar aturdiéndole la vida. En la lógica de ese giro profundo, si no hay paz genuina para Venezuela, tampoco la habrá para quien se la niega... Sin duda, otro actor en el tablero, otro ingrediente del violento caldo generado por un régimen empecinado en escarnecer a sus contrarios.
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