MARIO VARGAS LLOSA
Nadie ha podido explicarme nunca por qué los colombianos hablan el mejor español de toda América Latina. No me refiero a la élite culta sino a los hombres y mujeres del común en los que es notable la precisión y la elocuencia con la que suelen expresarse, y la riqueza de su vocabulario. Es verdad que Colombia tuvo notables gramáticos y lingüistas desde el siglo XIX y seguramente conocer nuestra lengua y saber usarla debe haber sido, desde hace tiempo, preocupación central de sus programas escolares.
Otra cosa notable y sorprendente de ese país es que, pese a haber padecido por más de cincuenta años guerrillas sanguinarias, vinculadas al narcotráfico, algo que en cualquier otra nación latinoamericana habría ocasionado un golpe de Estado y una dictadura militar de largos años, ha seguido funcionando como una democracia, con libertad de prensa, elecciones libres y unos jueces más o menos independientes. Cuando el presidente Juan Manuel Santos y las FARC iniciaron las negociaciones de paz el mundo entero lo celebró y más todavía cuando, luego de un largo tira y afloje, ambas partes llegaron a un acuerdo que parecía poner fin a esa guerra interminable.
Por eso el mundo entero (y yo mismo) nos llevamos una sorpresa mayúscula cuando, en el referéndum que debía consolidar aquel acuerdo, los votantes colombianos lo rechazaron de manera inequívoca, dando la razón a quienes, como el expresidente Álvaro Uribe, se oponían a él considerando que el Gobierno había hecho demasiadas concesiones a las FARC, sobre todo en lo referente a los crímenes, secuestros y torturas de sus víctimas.
Acabo de pasar unos días en Colombia, donde se celebrarán elecciones el 27 de mayo, y aquellos acuerdos de paz son el punto neurálgico de los debates. Me ha impresionado la virulencia de los ataques al presidente Santos por los adversarios de aquellos acuerdos, a quien acusan de haber hecho demasiadas concesiones a una guerrilla desalmada, sostenida por el narcotráfico y que ha dejado sembradas por todo el país decenas de millares de familias de víctimas. Y esas críticas parecen contar con el respaldo de un gran sector de la opinión pública. Un solo ejemplo puede dar una idea del volumen de estas críticas: Humberto de La Calle, que fue el jefe negociador de parte del Gobierno y ahora candidato a la presidencia por el Partido Liberal, tiene en las encuestas un porcentaje ridículo, que oscila entre el tres y el cuatro por ciento de las intenciones de votos. Y, en cambio, Iván Duque, el candidato del Centro Democrático, el partido de Uribe, que lleva como vicepresidenta a Marta Lucía Ramírez, de origen conservador, lidera las encuestas con diez puntos por encima de su más cercano adversario, el izquierdista Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá.
Yo creo que, a la larga, la historia reivindicará a Juan Manuel
Santos y que una mayoría de colombianos terminará aceptando que fue
oportuno y valiente iniciar aquellas negociaciones para poner fin a una
guerra que venía desangrando al país y mediatizando su progreso, un
anacronismo en una época como la nuestra en la que, por lo menos, una
cosa ha quedado clara: no es pegando tiros, asesinando, secuestrando y
traficando con drogas como se acaba con la pobreza, las desigualdades y
las injusticias en un sociedad. No hay un solo ejemplo que pruebe lo
contrario y sí, en cambio, muchos de lo opuesto: si hubieran triunfado,
las FARC hubieran hecho de Colombia una segunda Cuba o una segunda
Venezuela, es decir, una dictadura brutal y paupérrima.
Con todas las deficiencias que ve una mayoría de colombianos en los
acuerdos de paz, éstos han servido por lo menos para algo evidente: que,
pese a lo que la propaganda revolucionaria y extremista había hecho
creer, las FARC, lejos de representar al “pueblo”, era una organización
ancilar y temida a la vez que despreciada. El pueblo colombiano en su
inmensa mayoría la repudia y en vez de aplaudir su incorporación a la
vida política la ve con odio y temor. Por eso el candidato presidencial
de la antigua guerrilla, Rodrigo Londoño (Timochenko), ha
debido renunciar a su candidatura y los únicos parlamentarios de las
FARC en el nuevo congreso serán sólo aquellos a los que los acuerdos de
paz garantizan una curul aunque los votos de los electores los hayan
rechazado.
Los acuerdos de paz no hubieran sido posibles sin los duros
golpes que el Gobierno de Álvaro Uribe dio a la guerrilla, un Gobierno
del que, conviene recordarlo, Juan Manuel Santos fue un enérgico
ministro de Defensa. “Faltó apenas esto para acabar con las FARC”, me
dijo un amigo, apeñuscando los dedos. No sé si es cierto, pero sí sé
que, sin aquellos graves reveses militares que les asestó el anterior
Gobierno y que devolvieron la confianza y recuperaron las carreteras y
buena parte del territorio que ocupaban los guerrilleros-terroristas,
éstos no hubieran llegado jamás a sentarse en la mesa de las
negociaciones.¿Qué ocurrirá ahora? Si las encuestas son más o menos exactas, Iván
Duque debería ganar con comodidad, y acaso, incluso, en la primera
vuelta. Pese a su juventud es un hombre muy capaz y, además de su
formación económica y la experiencia financiera en organizaciones
internacionales, es un hombre culto, que no se avergüenza de leer poesía
y novelas. Lo acompaña en el ticket presidencial una mujer a
quien conozco bien y no vacilo en decir que es admirable: Marta Lucía
Ramírez. El riesgo de populismo y extremismo, que encarna Gustavo Petro,
parece pues descartado, en buena hora para los colombianos. Duque y
Ramírez no proponen desconocer los acuerdos de paz, sino
perfeccionarlos.
No será fácil la tarea para el futuro gobernante de ese país tan bien
hablado y de tan sólida entraña democrática. Hay un millón de
venezolanos que, huyendo del hambre, el desempleo y la represión que han
convertido a su país en un infierno, han huido a Colombia, que los ha
acogido generosamente. Pero, entre aquellos exiliados, Maduro, siguiendo
el ejemplo de Fidel Castro cuando los famosos “marielitos”, ha
aprovechado para vaciar sus cárceles de criminales y forajidos y
animarlos a escapar al vecino país. De este modo deja espacio en los
ergástulos para llenarlo con los opositores demócratas que se
multiplican cada día, mientras Venezuela se hunde en la miseria y el
caos, y castiga a un país vecino que ha abierto los brazos a las
desdichadas víctimas de su demagogia y desvaríos. No sólo Venezuela
necesita librarse cuanto antes de Maduro y la pandilla que lo acompaña
en sus fechorías; también Colombia y el resto de América Latina que
sufren por igual con la tragedia que vive la tierra de Bolívar.
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