Adnan Ibrahim / Felix Marquardt / Mohamed Bajrafil
EL PAÍS
Como musulmanes, nuestra primera y lógica reacción ante las
atrocidades cometidas en nombre de nuestra región es de incredulidad,
indignación y un impulso natural de distanciarnos de sus autores. “Estos
actos salvajes”, “ese John el yihadista” —el tristemente famoso verdugo
de los rehenes del Estado Islámico (EI), identificado recientemente
como el londinense Mohamed Emwazi— “no tienen nada que ver con el
islam”, exclamamos. Aunque esta actitud es comprensible, resulta
sospechosa desde el punto de vista intelectual y es completamente
irresponsable. ¿Estaría alguien de acuerdo si se dijera que las Cruzadas
no tuvieron “nada que ver” con el cristianismo? La verdad, hay
demasiados entre nosotros que parecen indignarse más por unas
caricaturas de un periódico que, en definitiva, carecen de importancia,
que por la abominable caricatura que pintan de nuestra religión grupos
como el EI y Boko Haram. Y, si bien es posible que los problemas
sociales y económicos o las humillaciones a manos de los cuerpos de
seguridad sean factores que contribuyen a la radicalización de nuestros
jóvenes —como parece haber sucedido en el caso de Emwazi—, no sirven
para explicarla en toda su dimensión.
Por suerte, cada vez son más los musulmanes que dicen: “Medina, El
Cairo, tenemos un problema”. Cada vez son más los que exigen reformas.
¿Pero qué quiere decir esa palabra? Por supuesto, son absolutamente
necesarios la renovación del pensamiento islámico y un nuevo impulso a
la relectura de los textos (ijtihâd). Hasta que no se emprenda
un esfuerzo serio en este sentido, los musulmanes continuarán en manos
de las interpretaciones literales y obsoletas de nuestras escrituras
sagradas.
La libertad, la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, el
Estado de derecho, el sufragio universal, la responsabilidad y la
separación de poderes (entre Estado y religión) son nuestros principios
como musulmanes del siglo XXI. Con ellos en mente, recordemos las
palabras del estudioso paquistaní, reconocido mundialmente, Muhammad
Khalid Masud: “En el pasado, los juristas musulmanes eran muy
conscientes de la necesidad constante de resolver las contradicciones
entre las normas sociales y las normas legales. Adaptaban sin cesar las
leyes a las costumbres y los criterios de la gente. La base normativa de
las instituciones y conceptos como familia, propiedad, derechos,
responsabilidad, criminalidad, obediencia civil, orden social,
religiosidad, relaciones internacionales, guerra, paz y ciudadanía han
cambiado de manera considerable durante los dos últimos siglos”. Así que
pongámonos manos a la obra.
Pero no basta con la interpretación. Debemos examinar con detalle,
espíritu crítico y honestidad los textos que constituyen el núcleo de
las enseñanzas en los centros educativos más prestigiosos de nuestra fe.
Debemos contraponer la frase mencionada más arriba de que los actos
violentos de terrorismo no tienen “nada que ver con el islam” con la
veneración que algunos de nuestros más distinguidos y respetados
eruditos muestran por libros como Min Haj el Talibin, del prestigioso jurista Araf el dine el Nawawi, que recomienda lapidar a los adúlteros, o Es sarim el maslul ala chatim el rasul, de Ibn Taymiyya, o la obra de Taqi al-Din al-Subki’s Es seyf el maslul ala men sabba al rasul,
dos títulos que pueden traducirse más o menos como “Desenvainamos la
espada contra aquel que habla mal del profeta”. Las detalladas recetas
que contienen sobre cómo castigar la blasfemia, la apostasía y el
adulterio sirven de base no solo para que el EI y Boko Haram puedan
asegurar que su corriente del islam es absolutamente rigurosa, sino para
muchos Estados musulmanes conservadores.
No cabe duda de que, durante siglos, se persiguió, esclavizó o
asesinó a muchos pueblos en nombre de Cristo. Bartolomé de las Casas, en
su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, narraba
las atrocidades cometidas por los españoles contra la población
indígena en los primeros decenios de colonización de las Indias
occidentales, y protestaba alegando que los nativos eran humanos y, por
consiguiente, no había que matarlos ni esclavizarlos... al contrario que
los africanos. Ahora bien, con posterioridad, sin prisa pero sin pausa,
la reforma religiosa y los valores de la Ilustración permitieron que
los cristianos se deshicieran de esas prácticas.
A comienzos del siglo XX, muchos conservadores europeos pensaban que la obra del “intelectual” francés Joseph de Gobineau Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas
era un libro de “ciencia”. Desde entonces ha pasado a las secciones de
“historia” o “antropología” en las bibliotecas. Ya es hora de que varios
elementos importantes de las enseñanzas clásicas del islamismo sigan el
mismo camino.
Más en general, ¿no ha llegado el momento de que los musulmanes, que
pensamos —con razón— que nuestro profeta era un hombre de vanguardia,
reivindiquemos nuestro papel como modernizadores de las normas
culturales y sociales?
Tenemos que estudiar cómo es posible que algunos sectores de nuestras
comunidades, como la organización británica de defensa de los
musulmanes CAGE, que tuvo muchos tratos con Emwazi, estén alentando a
nuestros jóvenes a considerarse víctimas y diciéndoles que la brutalidad
policial, los judíos, Estados Unidos, Israel, la pobreza o incluso la
“sociedad” tradicional son los culpables de que el joven se transformara
en John el yihadista.
En lugar de prestar atención a los ideales originales y universales
de nuestra religión —la misericordia, la libertad y la justicia—, nos
hemos aficionado al victimismo y las teorías de la conspiración y nos
hemos enfrascado en discusiones sobre los medios (y el atuendo)
apropiados para alcanzar esos ideales. Nuestra decadencia se debe
precisamente a esta confusión que muchos de nosotros tienen entre los
fines y los medios del islam, a nuestra incapacidad colectiva de
mantener la convergencia inicial entre la fe y la moral, que constituye
la base genuina de una conciencia saludable: la espiritualidad. La
religión, sin ese espíritu ético y moral, no significa nada. Y si no
significa nada, no tiene sentido.
¿No ha llegado el momento de que entablemos un debate sincero sobre
dónde está el límite entre religión y cultura? Las dos están
entrelazadas, desde luego, pero, si un musulmán marroquí no es inferior a
otro saudí, ni superior a un belga, ¿no debemos suponer que la religión
consiste en los elementos que tienen en común entre ellos en su
interpretación y práctica del islam, mientras que todo el resto
(vestimenta, relación con sus respectivos reyes, etcétera) es cultura?
Gran parte del conservadurismo que hoy se asocia con el islam se remonta
en realidad a las costumbres preislámicas de los beduinos, que nuestro
profeta, un auténtico innovador, se esforzó en abolir. Muchos tópicos y
muchas teorías de la conspiración populares entre nuestros jóvenes
proceden directamente de la concepción del mundo, tergiversada y
antioccidental, de numerosos Gobiernos en el mundo árabe. Vivimos en una
época en la que tres de cada cuatro musulmanes no son árabes; solo dos
de los 22 países pertenecientes a la Liga Árabe pueden presumir de ser
verdaderas democracias; se traducen cuatro veces más libros al griego
(alrededor de 10 millones de hablantes) que al árabe (aproximadamente
350 millones de hablantes). ¿No deberíamos reconocer que el
arabocentrismo histórico de nuestra religión se ha convertido en un
lastre y que los musulmanes que no son árabes son tan legítimos y
respetables como los que lo son? Aquellos de entre nosotros que desean
convencer al mundo de que ciertas costumbres falocráticas como el
sistema de tutela masculina, la prohibición de que las mujeres conduzcan
o la imposición del niqab son ontológicamente “islámicas” necesitan que otros musulmanes les digamos, antes que nadie: no es así.
Adnan Ibrahim es profesor de Filosofía en la Universidad de Viena e imán en la mezquita de al Shurah. Felix Marquardt es cofundador del Global Forum for Islamic Reform. Mohamed Bajrafil, doctor en Lingüística, es imán en la mezquita de Ivry-sur-Seine.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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