ANTONIO JOSÉ PONTE
EL PAÍS
Hace tres años, el PP cambió la política que hasta entonces había
sostenido hacia Cuba y la Posición Común Europea. El tema, que había
sido uno de sus caballos de batalla para tiempos de oposición, comenzó a
ser visto de manera distinta una vez en el Gobierno. Sin embargo, no
cesaron las declaraciones de compromiso con la democratización de Cuba y
con su exilio, como si los principios fueran los mismos de siempre,
pese a que la política cambiara. Tan evidente fue ese cambio que el
exministro de Asuntos Exteriores Miguel Ángel Moratinos pudo felicitarse
a sí mismo por la continuidad dada por su sucesor, José Miguel
García-Margallo, a su política hacia Cuba.
El cambio del PP no obedecía a simpatías ideológicas, por supuesto, y
tampoco podría decirse que el volumen de inversiones españolas en la
isla mereciera el sacrificio. Probablemente, el Gobierno de Mariano
Rajoy se mostraba convenientemente colaborador ante la capacidad
desestabilizadora de La Habana. Ya Hugo Chávez había actuado contra
empresas españolas radicadas en Venezuela, Evo Morales había hecho lo
mismo y Cristina Fernández de Kirchner plantaba batalla a Repsol. En
países donde las expropiaciones podían desatarse tan fácilmente como las
decapitaciones ordenadas en Wonderland por la Reina de Corazones, la
consejería cubana podía resultar fatal para un Gobierno como el del PP,
centrado en la economía española, el triunfo empresarial y el
crecimiento de las exportaciones.
Gracias a relaciones urdidas a profundidad, Cuba cuenta con poder
tectónico suficiente para provocar sismos por todo el espinazo
latinoamericano. No fue casualidad que, a su paso por Madrid en julio de
2012, el entonces presidente del Parlamento cubano Ricardo Alarcón
recomendara a España que velara ante todo por sus inversiones. “Si hay
un momento en el que España no puede jugar con sus intereses económicos
es ahora, y Cuba no es que sea el gran mercado, pero es un punto donde
hay una presencia española importante”, avisó. No era una recomendación,
sino una amenaza.
De manera semejante, en el reestablecimiento de relaciones
diplomáticas propuesto por Barack Obama pesa mucho el papel que Cuba
juega en todo el continente. Las presiones de varios Gobiernos de la
zona por incluir a Raúl Castro entre los invitados a la Cumbre de las
Américas, sumadas a presiones por readmitir a Cuba en la Organización de
Estados Americanos (OEA), permiten conjeturar lo influyente que puede
ser el régimen castrista sobre tales Gobiernos. Así que, más que un
asunto pendiente entre ambos países, Cuba se ha vuelto para Washington
un asunto continental.
Resulta, además, materia de redención para la carrera del presidente
Obama, quien le ha impuesto la mayor aceleración posible, en vista del
poco tiempo que le queda en la Casa Blanca. Raúl Castro, entretanto, se
encarga de lentificar esas negociaciones. Gran lentificador, como ha
demostrado ser en su política interna, pone condiciones lo más extremas
posibles. Exige el levantamiento del embargo estadounidense (que él
llama bloqueo) y pide que le devuelvan la base naval de Guantánamo, amén
de unas compensaciones astronómicas. Y aun cuando Estados Unidos
estuviese dispuesto a complacerlo en todo esto, no tardaría en encontrar
alguna reclamación más imposible todavía.
Si Obama y su equipo calculaban llegar a una Cumbre de Panamá donde
La Habana se quedaría sin argumentos, los duchos creadores de conflictos
latinoamericanos, con una experiencia exitosa de más de medio siglo,
acaban de intensificar sus esfuerzos en Venezuela. Obedecen a razones de
supervivencia, necesitan mantener la sujeción venezolana, pero
necesitan también restar protagonismo al tema de las relaciones
cubano-estadounidenses dentro de la Cumbre, embrollar allí las cosas y,
más allá de ese evento, ganar ventaja sobre Obama a la hora de las
apuestas. Venezuela es, por tanto, un plan de evasión.
Nicolás Maduro reconoció haber aprovechado que era martes de carnaval
para visitar a Fidel Castro, quien mandaba un saludo a todo el pueblo
de Venezuela. Un saludo así constituía un mensaje tan cifrado como
aquellas palabras de Alarcón en Madrid y, dos días después de
encontrarse con los hermanos Castro, Maduro hizo encarcelar al alcalde
metropolitano de Caracas, el opositor Antonio Ledezma. Ya fuera por
órdenes o por recomendaciones estratégicas recibidas en el carnaval
habanero, estaba claro que la escalada represiva no había sido
desaconsejada por Raúl Castro. El comunicado oficial cubano se
solidarizó con las medidas de Maduro y consignó: “Los colaboradores
cubanos presentes en la hermana nación continuarán cumpliendo con su
deber bajo cualquier circunstancia”.
Entre esos colaboradores se cuenta el ingente personal militar y de
inteligencia acantonado en Venezuela. El regreso de ese personal podría
significar para el régimen castrista una dificultad tan grave como la
interrupción del suministro energético. Desde los tiempos del Imperio
Romano resultan sabidos los riesgos de mantener tropa desmovilizada en
el corazón del imperio, y reciclar oficiales como gerentes hoteleros no
alcanzaría para tantos, aun cuando la industria turística cubana sea, en
su mayoría, administrada militarmente.
De tener que repatriar esas fuerzas, se haría necesario fusilar a
otro general Ochoa, y habría que procurarse otro frente que sustituyera a
Venezuela tal como Venezuela sustituyó a Angola. Sería cuestión
entonces de encontrar un nuevo proveedor energético y dar con nuevos
campos de batalla. De lo contrario, quedaría sin cumplirse este
requisito indispensable para la pervivencia del régimen castrista: la
exportación de la violencia.
Pandillero universitario como fue antes de decidirse por el comando y
la guerrilla, Fidel Castro comprendió muy bien la violencia existente
en la historia republicana cubana desde, al menos, los años treinta del
siglo pasado. De modo que sus guerras extranjeras, abiertas o
encubiertas, no solo obedecieron a una ambición cesárea, sino que le
sirvieron de válvula de escape: canalizaban aquella violencia, le daban
curso fuera del país y la regaban por el mundo. Ambos Castro han
trabajado con un modelo de universo en el cual, cuando la violencia
parece disminuir o desaparecer, es porque se desplaza.
Una exportación de esta clase, atestiguada tantas veces y otras veces
tan difícilmente atestiguable, constituye al régimen castrista
esencialmente y su último gran reducto es, por ahora, Venezuela.
Disimulada más o menos entre contingentes de médicos, maestros y
entrenadores deportivos, ardua de distinguir en ocasiones, podría
representar para todo el continente un desafío más grande que el que han
supuesto la desmovilización de las guerrillas y las fuerzas
paramilitares en Centroamérica.
Barack Obama parece dispuesto a mostrarse lo menos imperialista
posible con relación a Cuba. Raúl Castro, en cambio, no dejará de
persistir en un imperialismo construido por él y por su hermano.
Antonio José Ponte es escritor y vicedirector de Diario de Cuba (www.diariodecuba.com)
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