MIXIN PEI
CLAREMONT,
CALIFORNIA – La muerte de Lee Kuan Yew, el padre fundador de Singapur,
ofrece una oportunidad para reflexionar sobre su legado -y, quizá más
importante, sobre si ese legado se ha entendido correctamente.
Durante
sus 31 años como primer ministro, Lee diseñó un sistema único de
gobierno, equilibrando intrincadamente autoritarismo con democracia y
capitalismo estatal con libre mercado. Conocida como "el modelo
Singapur", la marca de gobernancia de Lee suele caracterizarse
erróneamente como una dictadura unipartidaria sobreimpuesta a una
economía de libre mercado. Su éxito a la hora de transformar a Singapur
en una ciudad-estado próspera suele ser invocado por los regímenes
autoritarios como un justificativo para su control férreo de la sociedad
-algo que en ningún lugar es más evidente que en China.
De hecho, el
presidente chino, Xi Jinping, está implementando una agenda
transformadora sumamente influenciada por el modelo Singapur -una guerra
implacable contra la corrupción, medidas severas contra el disenso y
reformas económicas pro-mercado-. El Partido Comunista Chino (PCC)
encuentra en Singapur una visión de su futuro: la perpetuación de su
monopolio sobre el poder político en una sociedad capitalista próspera.
Pero
el modelo Singapur, como lo entienden las autoridades de China, nunca
existió. Emular el modelo de gobierno de Lee -en lugar de su caricatura
animada- exigiría permitir un sistema mucho más democrático del que
alguna vez toleraría el PCC.
El
verdadero secreto del genio político de Lee no fue el uso habilidoso
que hizo de prácticas represivas, como iniciar demandas legales contra
los medios o sus oponentes políticos. Esas tácticas son frecuentes y
ordinarias en regímenes semiautoritarios. Lo verdaderamente
revolucionario que hizo Lee fue utilizar las instituciones democráticas y
el régimen de derecho para frenar el apetito predatorio de la elite
gobernante de su país.
A
diferencia de China, Singapur permite que los partidos de la oposición
participen en elecciones competitivas y libres (aunque no necesariamente
justas). En la última elección parlamentaria de 2011, seis partidos de
la oposición ganaron un 40% de los votos en total. Si el Partido de
Acción Popular (PAP), el partido fundado por Lee, perdiera su
legitimidad debido a una mala gobernancia, los votantes de Singapur
podrían sacarlo del poder.
Al
llevar a cabo elecciones competitivas regulares, Lee efectivamente
estableció un mecanismo de autorregulación y responsabilidad política
-les dio a los votantes de Singapur el poder para decidir si el PAP
debería permanecer en el poder-. Este mecanismo de regulación ha
mantenido la disciplina al interior de la elite gobernante de Singapur y
hace que sus promesas suenen creíbles.
Lamentablemente,
el resto del mundo, en su mayoría, nunca le reconoció como corresponde a
Lee el haber diseñado un sistema híbrido de autoritarismo y democracia
que mejoró marcadamente el bienestar de los ciudadanos de su país, sin
someterlos a la brutalidad y opresión a la que han recurrido muchos de
los vecinos de Singapur.
China
haría bien en adoptar este modelo, introduciendo un grado considerable
de democracia y fortaleciendo la obediencia del régimen de derecho. Los
1.400 millones de habitantes de China se beneficiarían inmensamente si
sus gobernantes adoptaran instituciones y prácticas políticas al estilo
de Singapur. Esto implicaría, como mínimo, legalizar a la oposición
política organizada, introducir elecciones competitivas en intervalos
regulares y crear un sistema judicial independiente.
Emular
a Lee le permitiría a China lograr un inmenso progreso y volverse una
sociedad más humana y abierta con un futuro más prometedor. Tristemente,
casi no existe ninguna posibilidad de que esto ocurra, al menos no en
lo inmediato. Cuando los líderes de China citan el modelo Singapur, lo
que tienen en mente se limita a la perpetuación de su poder. Quieren los
beneficios de la dominancia política, sin los controles impuestos por
un contexto institucional competitivo.
Lee
puede haber sido escéptico respecto de los beneficios de la democracia,
pero frente a ella no era visceralmente hostil; entendía su utilidad.
Por el contrario, los líderes de China ven en la democracia una amenaza
ideológica existencial que se debe neutralizar a cualquier costo. Para
ellos, permitir incluso un grado módico de democracia como medio de
imponer cierta disciplina a la elite es un acto suicida.
Desafortunadamente,
Lee ya no está con nosotros. Sería bueno imaginarlo explicándoles a los
líderes de China lo verdaderamente innovador del modelo Singapur.
Obviamente, esa opción no existe. Pero le correspondería al PCC -aunque
más no sea por el simple respeto hacia uno de los grandes estadistas de
Asia- impedir la apropiación de la marca Singapur al servicio de una
agenda completamente diferente.
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