LEANDRO AREA
Si la filosofía pudiera ser para pensar y comprender la vida
de los hombres, la historia, su hija realenga, tendría al menos la obligación
de enseñarnos los amores traicioneros de las sociedades y de los individuos,
sus errores dominantes, así como también las causas evidentes u ocultas de sus
triunfos. La novela, mirona de tantos avatares, las iluminaría narrando las
peripecias imperceptibles entre “ser o no ser”, dicotomía que la modernidad ha
sacado de quicio copulativamente, porque ahora se puede “ser y no ser” sin escozor alguno de conciencia.
Viéndolo bien y metiendo la cuchara en donde no la llaman, la
poesía tendría mayores posibilidades de éxito, aunque no así de público, en
esas aventuras del espíritu, para iluminar sobre lo que nos pasa. El problema
está en que ella enseña por encandilamientos, por terapia de choque. La poesía
no educa, no es escolar, arrebata en el sentido de ataque de locura, aunque la
verdad sea dicha, he conocido poetas y poesía cercanos tanto a la beatitud como
a la inclemencia. La poesía no piensa ni se piensa en la ordinaria concepción
que esas expresiones admiten en nuestro limitado entendimiento. No discurre
dentro del cuadrilátero de lo establecido; ni siquiera su voz es la de las que
se explaya en explicar. Engulle sí, a velocidad vertiginosa, realidad y ensueño
y en el cosmos que cabe en un instante, sudoración e inspiración engendran a un
enano gigante. Además, no pretende vencer o convencer, lee y se lee sin
intenciones carismáticas, es tímido latido aunque también sea cierto ayude a
veces a despertar la voz aplazada que llevamos por dentro, que es la de un naufrago
abrazado a su conciencia que se hunde en un mar de interrogaciones.
No deberíamos olvidar, a todas éstas, al arte de pintar, que
me es tan esquivo en su ejercicio y pericia y tal vez sea por ello, amo tanto
en mi trastabilleo de pinceles y aceites. Pintar es talismán de húmeda cercanía
y no la seca, difícil y obstinante labor de urdir palabras que son, bajo la
lupa, enemigas acérrimas pero, sin duda, bisturí inseparable de los cambios
históricos.
Y qué pronunciar sobre la música, la clásica por ejemplo,
aunque el mambo o el jazz no se queden atrás. De las artes nombradas es la más sutil
y profunda de todas, la más compleja y abstracta, la que puede aterrizar en lo
más profundo de nuestros espíritus y requiere de una sensibilidad digamos
submarina. A la música clásica al menos, hay que oírla como existiendo debajo
del agua. No sé, me atrevo a preguntar y casi que respondo lo tercero; cuál
será la más difícil entre estas opciones: ¿interpretarla, sentirla o poseerla?
A estas alturas me examino, preocupado sobre la importancia o
trascendencia de un alegato como el aquí fraguado para entender, vislumbrar o superar
lo que podemos ser como país y como personas, más allá de lo que observamos a diario
se traga el pozo sin fondo del presente.
Si soy sincero respondería sin duda que ninguna, y por ello
es que me atrevo y obligo a plantearlo, a contra corriente, en el océano encrespado
de nuestras dietas obligadas, a recalcarlo. A eso vinimos, porque si no qué es
opinar sino mostrar que no son tan solo las noticias veloces o el momento fugaz
que somos lo mejor que nos puede reflejar. Lo peor, eso sí, radica en el desterrado
rincón de nuestras ilusiones, el acorralado horizonte que delata, el cencerro
impuesto que alarma y se hace ominosa costumbre, la postergada sed de deseo
creador, el empobrecimiento raudal de nuestros apetitos.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
http://leandroareaopina.
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