JOANI SANCHEZ
“¡Estalló la paz!”, se le oyó decir a un viejo maestro el mismo día
en que Barack Obama y Raúl Castro informaron del restablecimiento de
relaciones entre Cuba y Estados Unidos. La frase recogía el simbolismo
de un momento que tuvo todas las connotaciones del armisticio alcanzado
después de una larga guerra.
Tres meses después de aquel 17 de diciembre, en Cuba los soldados de
la concluida contienda no saben si deponer las armas, brindar con el
enemigo o reprocharle al Gobierno tantas décadas de inútil
conflagración. Cada cual vive el alto al fuego a su manera, pero una
indeleble marca temporal ya se ha establecido en la historia de la isla.
Los niños nacidos en las últimas semanas estudiarán el conflicto con el
vecino del Norte en los libros de texto y no lo tendrán como centro de
la propaganda ideológica de cada día. Esa es una gran diferencia. Hasta
la bandera de barras y estrellas ha ondeado estos días en La Habana, sin
que el fuego revolucionario la haya hecho arder en la hoguera de algún
acto antiimperialista.
Para millones de personas en el mundo, este es un capítulo
que pone fin al último vestigio de la Guerra Fría, pero para los cubanos
es una interrogante aún sin resolver. La realidad va más
despacio que los titulares de prensa desatados por el acuerdo entre
David y Goliat, pues todavía los efectos del nuevo talante diplomático
no se han notado sobre los platos, en los bolsillos ni en la ampliación
de las libertades ciudadanas.
Vivimos entre dos velocidades, latimos en dos diferentes
frecuencias de onda. Por un lado, la lenta cotidianidad de un país
atorado en el siglo XX, y por otro, la prisa que parece dispuesto a
imprimirle a todo el proceso el gigante del Norte. Las medidas
aprobadas el 16 de enero pasado, que flexibilizaban el envío de remesas,
los viajes a la isla o la colaboración en telecomunicaciones y muchos
otros sectores, dan la idea de que la Administración de Obama parece
dispuesta a seguir rindiendo al contendiente a fuerza de ofrecimientos.
Obligarlo a izar la discreta bandera blanca de la conveniencia material y
económica.
La sensación de que todo puede acelerarse ha hecho que dentro
de Cuba algunos reevalúen el precio del metro cuadrado de sus
viviendas, otros proyecten dónde se ubicará el primer Apple Store que se
abrirá en La Habana y no pocos comiencen a vislumbrar la silueta de un
ferri que unirá la isla con Florida. Las ilusiones no han hecho, sin embargo, que se detenga el flujo migratorio. “¿Para qué voy a esperar que los yumas lleguen aquí, si yo puedo ir a conocerlos allá?”,
decía pícaramente un joven que a finales de enero aguardaba en la fila
para una visa de reunificación familiar a las afueras del consulado de
Estados Unidos en la capital cubana.
Millones de cubanos se aferran a la ilusión de que EE UU nos salvará de las penurias
El temor a que durante el restablecimiento de relaciones pueda
derogarse la Ley de Ajuste cubano, aprobada por el Congreso
estadounidense en 1966 y que ofrece considerables beneficios
migratorios a los cubanos, ha multiplicado las salidas ilegales. Quienes
no quieren partir, se aprestan a sacarle ventaja al nuevo escenario.
Si hace unos años la fiebre migratoria hizo a miles de compatriotas
desempolvar sus ancestros españoles en aras de obtener un pasaporte
comunitario, ahora el que tenga algún pariente en Estados Unidos se
siente con ventaja en la carrera por la Cuba futura. De allí puede venir
no solo el ansiado alivio económico, piensan muchos, sino también la
necesaria apertura política. A falta de una rebeldía popular que
obligue al cambio de sistema, los cubanos vuelven a poner sus
esperanzas en las transformaciones condicionadas desde afuera. Ironías
de la vida, en un país cuyo discurso público se ha apoyado tanto en la
soberanía nacional.
Quienes han tenido más dificultad para tramitar lo sucedido son aquellos cuya vida y energías giraron alrededor del diferendo. Los más recalcitrantes militantes del Partido Comunista sienten que Raúl Castro los ha traicionado.
Dieciocho meses de conversaciones secretas con el adversario es
demasiado tiempo para quienes en sus centros laborales estigmatizaron a
un colega porque se carteó con un hermano que vivía en Miami o porque
gustaba de la música norteamericana.
A las afueras de la Sección de Intereses de Estados Unidos en La
Habana (SINA, por sus siglas en inglés), el oficialismo no ha vuelto a
colocar aquellas feas banderas negras que se interponían entre las
ansiosas miradas de los cubanos y el protegido edificio. Nadie puede
ubicar siquiera el momento en que se retiró la valla que a pocos metros
de allí alardeaba: “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”.
Hasta la programación televisiva se percibe un tanto vacía, ahora que
los presentadores no tienen que dedicar largos minutos a emprenderla
contra Obama y la Casa Blanca.
Miriam, una de los periodistas independientes que vapulea a la
televisión oficial, se pregunta si ahora ya no satanizarán a nadie por
acercarse a diplomáticos norteamericanos o por traspasar el umbral de la
temida –pero seductora– SINA. Muchos se cuestionan lo mismo después de
ver a funcionarios cubanos, como Josefina Vidal, sonriendo a Roberta
Jacobson, secretaria de Estado adjunta para Asuntos del Hemisferio
Occidental. El mito de la discordancia se ha quebrado.
La Plaza de la Revolución no quiere hacer notar su fracaso y ha rodeado el restablecimiento de relaciones con EE UU con una aureola de victoria
En una casa de la barriada del Cerro, donde han abierto un punto de
ventas de pizzas, un hombre de unos 50 años apagó el radio nada más
escuchar el discurso de Raúl Castro aquel miércoles. Chasqueó la lengua
con molestia y le gritó a su mujer: “¡Mira tú, después que nos jodieron tanto!”.
Santiago, que así se llama, no pudo graduarse de médico porque toda su
familia se fue por el Puerto del Mariel en 1980 y él fue declarado “no
confiable”. Aunque desde mediados de los noventa retomó el contacto con
sus hermanos exiliados, no deja de sentirse incómodo porque ahora se
aplaude lo que antes estuvo prohibido.
Veinticuatro horas después de aquel histórico anuncio, los
alrededores del capitalino parque de la Fraternidad eran un hormiguero.
Ahí convergen los viejos autos norteamericanos que recorren La Habana
como taxis colectivos. El dueño de un Chevrolet de 1954 pontificaba en
una esquina que ahora “los precios de estos carros se van a disparar”. De seguro, concluía el hombre, “los yumas van a comprar esta chatarra como pieza de museo”. Un país a remate aguarda por los amplios bolsillos de los que hasta ayer eran sus rivales.
Esa sensación de que EE UU salvará a la isla de las penurias
económicas y el desabastecimiento crónico apuntala una ilusión a la que
se aferran millones de cubanos. Hemos pasado de ¡Yankee go home! a ¡Yankee welcome!.
Cuanto más negro pintaba la propaganda oficial el panorama en EE UU, más ayudaba a fomentar el interés por ese país. Cada intento de provocar rechazo hacia el poderoso vecino trajo su cuota de fascinación.
Entre los más jóvenes ese sentimiento ha crecido en los últimos años,
apoyado también por la entrada al país de producciones audiovisuales y
musicales que ensalzan el modo de vida norteamericano. “A veces para molestar a mi abuelo me pongo este pañuelo con la bandera de Estados Unidos”,
confiesa Brandon, un adolescente que los fines de semana espera las
madrugadas sentado en algún banco de la calle G. Alrededor de él, una
fauna de emos, rockeros, frikis a destiempo y hasta imitadores de
vampiros se juntan para conversar en voz alta y cantar a coro. Para
muchos de ellos, sus sueños parecen más cercanos de concretarse después
del abrazo entre la Casa Blanca y la Plaza de la Revolución.
“Tenemos un grupo de jugadores de Dota 2”, cuenta Brandon
sobre su pasatiempo favorito, un videojuego que causa furor en Cuba. Él y
sus colegas llevaban meses preparándose para un torneo nacional, pero
después del 17 de diciembre han empezado a soñar en grande. “El campeonato internacional será en el mes de agosto en Seattle, Washington, así que ahora quizá podamos participar”. El año pasado, el equipo de China se coronó campeón, por lo que los gamers cubanos no pierden la esperanza.
El primer usuario de Netflix en Cuba fue un extranjero, un
diplomático europeo que corrió a hacerse una cuenta en el reconocido
servicio de streaming nada más saber que ya era posible. Costeó una
tarifa de apenas 7,99 dólares mensuales, pero el ancho de banda
necesario para reproducir vídeo lo obligó a pagarle a la Empresa de
Telecomunicaciones de Cuba otros 380 dólares al mes por una conexión a
Internet. Ahora disfruta en su mansión del Netflix más caro del mundo.
Hemos pasado de ¡Yankee go home! a ¡Yankee welcome!.
Partidos de béisbol con equipos de las grandes ligas; célebres bandas
de rock que llegan a la isla; tarjetas MasterCard que funcionan en los
cajeros de todo el país; empresas de telecomunicaciones que establecen
llamadas directas desde EE UU; granjeros colorados dispuestos a ofrecer
insumos a los atribulados guajiros cubanos; presentadores de televisión
made in USA que vienen a filmar sus shows en las calles habaneras, y
atractivas modelos –con varios escándalos sobre los hombros– que se
hacen un selfie con el primogénito de Fidel Castro. Cuba cambia a la velocidad de una jicotea que vuela agarrada a las patas de un águila.
A pesar de todo, la Plaza de la Revolución no quiere hacer
notar su fracaso y ha rodeado el restablecimiento de relaciones con
Estados Unidos con una aureola de victoria. Dice haber ganado el pulso
sostenido por más de cinco décadas, pero lo cierto es que ha perdido la
más importante de sus batallas. No importa que la derrota se
enmascare ahora con frases fanfarronas y alardes de tenerlo todo bajo
control; como dice un hastiado santiaguero, “después de tanto nadar han terminado por ahogarse en la orilla”.
En busca de esa imagen de control, Raúl Castro no ha disminuido la
represión contra disidentes, que en febrero alcanzó la cifra de 492
arrestos arbitrarios. El castrismo tiende su mano hacia la Casa Blanca,
mientras mantiene la bota presionada sobre los inconformes del patio.
No obstante, la desproporción de fuerzas para la negociación entre ambos Gobiernos se ha hecho notar incluso en los chistes populares. “¿Sabes que EE UU y Cuba volvieron a romper relaciones?”, le espetaban burlonamente a los incautos en diciembre. Ante un incrédulo “¿Noooo?”, respondían con cara muy seria: “Sí, Obama se molestó porque Raúl lo llamó por teléfono a pagar allá”. Toda la indigencia material de nuestra nación contenida en esa frase.
Ahora bien, para que nadie vaya a creerse que el castrismo
terminará aplastado ante los McDonald’s y los Starbucks, la propaganda
oficial reaviva de vez en cuando un antiimperialismo de cartón que ya no
convence a nadie. Como en el altisonante discurso de Raúl
Castro ante la III Cumbre de la CELAC en Costa Rica, en el que ponía
duras exigencias para el restablecimiento de relaciones con Washington.
Pura fanfarria. O como el último mensaje de Fidel Castro a Nicolás
Maduro, brindándole su apoyo “frente a los brutales planes del Gobierno de EE UU”. O como los llamamientos a defender la Revolución “ante el enemigo que intenta nuevos métodos de subversión”.
Lo cierto es que aquel día de San Lázaro, la diplomacia, el
azar y hasta el venerado santo milagroso se ocuparon de las llagas del
país. Habíamos necesitado medio siglo de doloroso caminar de
rodillas por el asfalto de la confrontación para que nos llegara un poco
del bálsamo del entendimiento. Nada está solucionado todavía y
todo el proceso para la tregua es precario y lento, pero aquel 17 de
diciembre el alto el fuego llegó para millones de cubanos que solo
habíamos conocido la trinchera.
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