ANTONIO NAVALON
ELPAÍS
Brasil, Argentina, España y México. Cuatro países en los que la
corrupción o corrupção es la palabra clave que determina su presente y
futuro inmediatos. Cuatro países que deben pasar por una profunda
depuración que, aunque produzca mucho miedo a algunos, sólo tiene un
significado: la clase política que hizo las transiciones, que logró “el
milagro” de salir de una crisis (para entrar en otra), que sacó a
millones de personas de la pobreza para llevarlos a la clase media, está
liquidada.
Esa clase no puede regenerarse porque el problema no es seguir
marcando distancias con el vecino, que siempre es más corrupto que uno,
el problema es que la corrupción se ha convertido en un disolvente de
las sociedades que, además, hace aflorar la necesidad de hacer algo,
pero que no conecta con la propuesta de nada.
La Historia está llena de episodios de corrupción y castigos
ejemplares. Por ejemplo, la bala que, entrando por la oreja derecha,
atravesó la cabeza de Abraham Lincoln, colocó a Andrew Johnson en la
presidencia estadounidense. El hombre más limpio, desde luego el más
alto, el hombre a quien después se levantaría una estatua en Washington,
desde la que mira con ojos coléricos como el dios del Viejo Testamento,
fue sustituido en su cargo por el primer presidente estadounidense al
que intentaron hacer un impeachment, aunque el proceso no llegó a su
final. En América Latina, en 1890 el presidente argentino Miguel Ángel
Juárez Celman, fue removido por un caso de corrupción.
En un mundo sin referentes, en el que el dios es la comunicación, ni
los políticos ni los pueblos han entendido la multiplicación de los
fenómenos. Lo bueno se consume en el acto, lo malo también. En medio,
quedan la memoria histórica, el agravio y el daño social producido por
la corrupción.
La pregunta es: ¿Cuánto resistirá Lula da Silva y su mensalão?
¿Cuánto tiempo más podrá aguantar la sociedad brasileña sin que la
explosión Lula termine por llevarse por delante a Dilma Rousseff?
Como las bodegas añejan el buen vino, la cárcel reblandece los corazones
más duros. Refiriéndome a otro país de América Latina, ¿cuál es el
límite de resistencia en México frente a la buena suerte de los
gobernantes? ¿O acaso todo lo logran porque saben de quién ser amigos,
dónde comprar casas y en qué condiciones?
Por otro lado, ¿por qué al yerno y cuñado —todavía— del Rey de España
y yerno de otro rey, a pesar de las graves imputaciones, se le permite
vivir en Suiza, mientras que a otros políticos, cumpliendo condena, no
se les da la libertad solo porque hay que ser ejemplarizantes?
Sí existe un límite. Los límites están cerca. La última encuesta
publicada por este periódico el 8 de marzo pintó un cuadro aterrador: el
cuerpo electoral está dividido en cuatro. Recuerdo por qué en la
Transición española nos dimos la ley D’Hondt y no otra. Lo hicimos
porque nos preocupaba mucho la ingobernabilidad y la fragmentación.
Optamos por premiar al ganador para facilitar la gobernabilidad.
Sin embargo, España está llena de casos Gürtel. Por ejemplo, hace dos
semanas este periódico publicó en un solo día 11 informaciones
diferentes sobre 11 casos distintos de corrupción. Es cierto, Podemos
dice lo que todos sabemos: hemos llegado al final.
Desgraciadamente, no se han cumplido las palabras que el premio Nobel
de Economía, Joseph Stiglitz, pronunció en 2011 en el parque del Retiro
de Madrid ante los indignados que habían ocupado la Puerta del Sol: “Vivan
por su movimiento, pero nunca olviden que una vez que esto empieza no
basta sólo con ocupar el espacio físico, además hay que ocupar el
espacio de las propuestas y de las ideas, de lo contrario inmediatamente
después viene más frustración y un reforzamiento de lo que nos oprime”.
He calculado —en una estadística propia, porque no existe una
oficial, y eso que se la he pedido a los ingenieros sociales— que el
20% de lo publicado por los medios de comunicación de los países que
hablan español y portugués, son noticias relacionadas con la corrupción.
Pero, en realidad, ese tanto por ciento significa mucho más porque
todo el tiempo que pasan explicándose, defendiéndose, ocultándose o
matándose, es tiempo que no trabajan por el conjunto. Así que, si la
primera preocupación de los gobernantes es desvincularse de los
anteriores o que no les pillen en sus crímenes, entonces lo que usted
supone es cierto: nadie gobierna.
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