domingo, 22 de marzo de 2015

MADURO EN THE NEW YORK TIMES

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ELIAS PINO ITURRIETA

Leída sin prisas la carta que el presidente Maduro redactó hace poco para los lectores de The New York Times, se queda uno con el deseo de ser su habitual destinatario. La ponderación convertida en tersa epístola, el respeto como norma cardinal, la tolerancia como brújula de una pluma cuyo propósito es el respeto de quienes deben deleitarse con una prosa trabajada con cuidado. Tales son los rasgos del escrito que envió el jefe del Estado para las páginas del célebre periódico, seguramente el alarde de prudencia más destacado de su vida pública, una muestra tan insólita de cordura que no pareciera venir de donde viene. Ojalá la puedan revisar los criticones de costumbre, los tercos enemigos de todos los días, para que caigan rendidos de admiración ante una aseada y acicalada criatura que parece proveniente de otra paternidad.
Nadie niega al autor la alternativa de redactar un papel distinguido por las excelencias del pensamiento y por las buenas maneras de la expresión, pero uno se sorprende debido a que no ha sido esa su costumbre, ni su pericia. En todo caso, no se trata ahora de cuestionar al escritor, sino de felicitarlo porque quizá estrene una forma de comunicación que nos hará bien a todos. Si trata a los lectores venezolanos como trató a los lectores estadounidenses, será pionero de una revolución capaz de llenarnos de la mayor suma de felicidad posible. Ni una amenaza estorba el discurso, ningún insulto salta de los renglones, todo es cívica compostura. Probablemente en los últimos quince años ningún sacerdote de la iglesia bolivariana ofreciera un sermón capaz de alimentar la paz de todos los catecúmenos, sin excepción. Milagro del comandante eterno o simple conversión provocada por el aprieto de las circunstancias, estamos ante una pieza excepcional cuya lectura recomiendo sin vacilación por los beneficios de fraternidad nacional e internacional que pueda proveernos.
Independientemente de las formalidades de estilo con las cuales nos ameniza, Maduro congenia en el escrito con unos aspectos de la historia y de la política de Estados Unidos que provocan sorpresa y admiración. En un par de ocasiones llena de requiebros a los llamados padres fundadores del Norte, a quienes manifiesta su respeto y cuyas ideas continúa con acrisolada fidelidad, según afirma sin titubeos. Siguiendo a Francisco de Miranda, se exhibe como discípulo de dos figuras preclaras de la democracia burguesa a quienes cita directamente y cuyos principios de gobierno considera fundamentales: George Washington y Thomas Jefferson. Pero llega a más cuando se atreve a asegurar la existencia de una tradición de relaciones pacíficas entre Venezuela y Estados Unidos, que él pretende continuar y  las cuales estorba ahora el presidente Obama.
El reconocimiento de una experiencia de vínculos respetuosos con Estados Unidos echa por tierra la tesis de la amenaza imperial que ha manejado hasta la fecha el chavismo, pues los imperios no se andan con miramientos en el dominio de sus colonias ni en el sojuzgamiento de sus presas; y el seguimiento de las ideas de los padres fundadores del Norte lo conduce a respetar los principios que fueron medulares para ellos. Así, por ejemplo: la independencia de los poderes públicos, la autonomía de las regiones, el respeto de la deliberación de los congresos, la garantía de la propiedad privada, el aseguramiento de la libertad de expresión y la espera de momentos oportunos para las grandes decisiones, sin estrépitos innecesarios. Que estos principios formen ahora el credo de Nicolás Maduro lleva a pensar en una extraordinaria mudanza, capaz de conducir a rectificaciones políticas de trascendencia en Venezuela.
Pero, ¿colocamos las esperanzas en el Maduro que escribe como escribió para The New York Times, con ponderado estilo y partiendo de principios que jamás profesó? En una parte de su texto dice que habla así para defender a unos “venezolanos honorables” contra quienes ha osado manifestarse la Casa Blanca. Una afirmación tan inconsistente, tan alejada de la verdad, nos hace pensar en la imposibilidad de un cambio de conducta en el inesperado escritor de la prensa estadounidense. Seguiremos lidiando con el hombre de siempre, por desdicha.

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