LUIS GARCÍA TOJAR
El filósofo Slavoj Zizek cuenta el siguiente chiste para explicar qué
es el populismo. Un tipo busca sus llaves en plena noche debajo de una
farola. Alguien le pregunta dónde las ha perdido y dice: en aquella
esquina oscura. ¿Y por qué las busca aquí?, insiste el otro. A lo que el
tipo responde: porque aquí hay luz. La mayoría de opiniones interesadas
en el populismo están reunidas alrededor de la farola, que es la arena
política. Repiten que el discurso político ha virado hacia el populismo,
o que tal o cual partido es populista, y cada quién culpa al adversario
de haber causado el mal con excepción de Podemos, cuya élite asume la
etiqueta basándose, al parecer, en la peculiar lectura marxistolacaniana
(vivir para ver) de Ernesto Laclau. Los comentaristas proclaman la
defunción de la política racional o la aparición de una política para la
mayoría. Pero en lugar de otro debate bizantino, me parece mejor
preguntarse por qué triunfa el discurso populista, así como a dónde nos
puede llevar. Dónde perdimos las llaves.
El populismo es una práctica política que pretende establecer una
relación directa entre el pueblo y el Gobierno, deslegitimando cualquier
estructura de representación que medie entre los intereses de uno y
otro. En un artículo publicado en Political Studies (1999), la
politóloga Margaret Canovan invirtió la aproximación típica a este
hecho, basada en el recelo, y lo presentó como recurso permanente para
articular los dos estilos políticos democráticos: la política
“pragmática” y la política “redentora” (una basada en el interés y otra
en la fe). Lejos de amenazar la democracia, el populismo resulta
necesario para su funcionamiento, según esta autora. No es que populismo
y política sean sinónimos, como parece sugerir Laclau, sino que, cuando
la gente está harta de votar “lo mismo de siempre”, el discurso
populista acumula la indignación que permite saltar del modo pragmático
al redentor. Desde entonces, la idea de populismo ha vuelto a las
discusiones eruditas vestida con ropa más noble, pero la mayoría de
opiniones mantienen la polarización moral. ¿Es bueno o malo?
Dos cosas importantes pueden decirse sobre el populismo que pulula
por las democracias contemporáneas; una es evidente y otra no tanto. La
primera es que se trata de un fenómeno mediático, muy concretamente
televisivo: cuando pensamos en los episodios políticos que consideramos
populismo vienen a la cabeza declaraciones a la prensa, frases
mitineras, tertulias e intervenciones parlamentarias que hemos visto
gracias a la televisión e Internet, ese otro megacanal de televisión,
que además permite a los espectadores conectarse entre sí. Sin embargo,
puede pasar desapercibido que la estructura de la televisión actual
condiciona más que antes la política que se puede decir e impulsa un
modo de hacer que desde luego merece llamarse populista, pues pretende
establecer esa relación directa entre gobernantes y gobernados, pero que
tiene importantes diferencias con el populismo del siglo anterior. Para
explicar la principal novedad recurriré a un conocido concepto
sociológico.
“La televisión es el caballo de Troya del campo económico en los
campos de producción cultural”. Con este galimatías tan suyo resumía
Pierre Bourdieu (Sobre la televisión, 1998) las conclusiones de
su incursión, por desgracia breve y apresurada, en el estudio
sociológico del papel de los medios de comunicación en la configuración
del orden colectivo. Quiere decir que, en Francia, la consolidación de
un campo periodístico —campo es un espacio cerrado de actores
individuales e institucionales, que mantienen relaciones competitivas
para obtener un recurso o capital específico— se quebró en los años
ochenta por la aparición de las televisiones privadas. Estas
consiguieron grandes cifras de audiencia y recursos publicitarios,
pasando a ocupar una posición dominante, casi hegemónica, dentro del
campo. La banca y la gran industria entraron masivamente en los medios
audiovisuales para forjar poderosos grupos de comunicación, que son los
que hoy determinan las reglas del juego, y la aparición de un mercado
televisivo impuso en todo el campo periodístico una racionalidad
externa: “el imperio del audímetro”, es decir, la rentabilidad
publicitaria inmediata de cada minuto de emisión. La lógica económica es
el criterio dominante y el campo periodístico ha dejado de ser
autónomo. O lo que es lo mismo, ya no es un campo. Sin embargo, continúa
ejerciendo influencia sobre los demás campos culturales, en especial
sobre la política.
Los medios de comunicación introducen una presión constante sobre el
campo político. Sus actores principales deben mostrarse de forma
continua en la televisión y, dentro de ésta, en el prime time
de las grandes cadenas privadas. Pero la televisión no es un escenario
vacío, sino que impone unas determinadas condiciones de producción del
discurso. A la televisión del sábado por la noche no se va a dialogar
(para llegar a un acuerdo) sino a debatir (para vencer al oponente); no a
exponer un asunto, sino a exponerse uno mismo como mercancía de
consumo. Manda la búsqueda inmediata de audiencia y el político ya no
puede reclamar de entrada ningún estatus de superioridad moral, más bien
al contrario. Los políticos que triunfan en el prime time lo
hacen porque juegan el juego de la televisión, no el de la política.
Hillary Clinton perdona a su marido infiel, Tony Blair revela su crisis
de fe, Cristina Kirchner lleva el luto ante su pueblo, Barack Obama
baila con Michelle sobre el escudo de Estados Unidos. Todos representan
un lado humano (puede haber impostura o no, pero desde luego hay
interpretación) con el que conquistar la identificación emotiva del
espectador.
El nuevo populismo vincula a gobernantes y gobernados como personajes
y espectadores de una tragicomedia. Y la televisión propicia estas
operetas porque obtienen audiencia, son rentables. El resultado es la
teatralización de la política, que es populismo porque deslegitima las
instituciones de representación (partidos, Parlamentos, etcétera), pero
en un sentido importante se distingue del modelo clásico de un Perón o,
más recientemente, un Chávez.
No es sólo que el nuevo populismo sea televisado: es que el campo
político y el periodístico han perdido el monopolio de los medios de
producción del discurso que define qué es lo real. Sus respectivos
lenguajes se definen ahora según una lógica externa, el plató de
televisión y su rey absoluto, el audímetro. El viejo capital político
cotiza ahora en puntos de share. Y esto tiene consecuencias
saludables y patológicas. Por eso tienen razón quienes ven en este
fenómeno una vulgarización de la política y también quienes celebran su
democratización, aunque el demos al que se refieren los optimistas ya no
sean ciudadanos, como afirma Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo (1998), sino audiencias cuyo único derecho político es destituir a una élite gobernante cada cuatro años.
Si Canovan tiene razón, el actual auge del populismo indicaría que
estamos cada vez más hartos de una política funcionarial, limitada a
administrar lo que hay. Si la tiene Bourdieu, significaría que la
televisión ha conquistado los campos político y periodístico para
someterlos al principio de la rentabilidad comercial, con lo que la
supuesta redención política quedará en mercantilización del descontento
social.
Sería deseable que nuestros medios de comunicación aumentasen los
contenidos dedicados a la comunicación política. Programas y secciones
donde se analicen técnica y críticamente los mensajes que los políticos
dirigen a la sociedad, y viceversa, porque es evidente que ambos tienen
cada vez más problemas para entenderse. El teatro clásico llamaba
parábasis al descanso en que los actores abandonaban la escena mientras
el coro dejaba las máscaras y comentaba con el público asuntos que no
tenían que ver con la trama. La política y el periodismo necesitan con
urgencia actores que se atrevan a quitarse el disfraz y revelar el
artificio escénico al que les somete la televisión. Sólo así, y sólo tal
vez, la audiencia será ciudadanía.
Luis García Tojar es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario