SANTOS JULIÁ
Como ya advirtió Max Weber, con aquella fuerza sintética que siempre
caracterizó su escritura: “Toda organización de la salvación en una
institución universalista de la gracia se sentirá responsable de las
almas de todos los hombres, o al menos de todos los que le han sido
confiados, y por ello se sentirá obligada a combatir, incluso con
violencia despiadada, toda amenaza de desviación en la fe”. Nada sobra,
nada falta: la organización de salvación en instituciones
universalistas, esto es, la clerecía, si puede, recurrirá a la violencia
despiadada: tal es la ley que atraviesa todas las historias de las
religiones de salvación hasta que un poder civil, que no construye su
legitimidad en la lectura de ningún libro sagrado, es capaz de reducir
la religión al ámbito y al espacio que le son propios: la comunidad de
creyentes y el templo.
Pero tanto la religión cristiana, como la musulmana y la judía han
erigido sus templos —catedrales, mezquitas, sinagogas— en el centro del
espacio público para que sus sacerdotes, imames y rabinos dominen desde
esas imponentes construcciones la vida de los fieles, sus creencias y su
moral, y para mantener a raya a los fieles de otras iglesias o los
creyentes de otras religiones. No existe ninguna clerecía administradora
de una religión de salvación que no haya pretendido que su voz, desde
el púlpito, el minbar o el amud, se extendiera sobre todo el espacio
circundante hasta llegar a someterlo a su mandato. Así es como los
clérigos creen cumplir su misión como responsables de la salvación
universal, aunque para lograrlo tengan que mezclar, según las ocasiones,
la persuasión con el terror. Nada importa que, en sus orígenes, la
religión de salvación haya germinado en comunidades de fraternidad y
amor, como sin duda lo fue entre los primeros cristianos; cuando llegan
los clérigos y se constituyen en poder, la fraternidad se transforma en
odio y por amor se es capaz de llevar al matadero al hermano en la fe si
sucumbe a la tentación de desviarse de la sagrada doctrina.
Por eso es vana, para alguien que no crea en una determinada
religión, la pretensión de establecer cuál es su verdadero contenido o
cuál el significado único de su libro sagrado: no hay ni puede haber un
islamismo verdadero, de la misma manera que nunca hubo un cristianismo
ni un judaísmo verdaderos, siempre idénticos a sí mismos durante todo el
tiempo y en cualquier circunstancia. Más aún, los clérigos de las
religiones asociadas a una concreta moral pública y de las que se
derivan determinadas prácticas políticas, como ocurre con las tres
monoteístas, suelen contemplar cómo surgen de sus mismas entrañas voces
que se alzan contra la interpretación de la palabra divina sobre la que
ellos construyen su poder; son los herejes, perseguidos y condenados a
la hoguera por desviarse de la verdadera fe establecida por los dueños
de los textos sagrados. Antes que a un infiel, que por definición no
cree en la palabra revelada, a quien mata un creyente es al hereje, que
le disputa el control de esa palabra.
De ahí que pueda predicarse de todas las religiones monoteístas,
contempladas a lo largo de siglos, aquello que Carl Schmitt decía de la
católica, que era una complexio oppositorum: paz de Dios junto a guerra
santa; o también: guerra santa y tregua de Dios. Lo mismo puede decirse
de la judía y de la musulmana, las tres monoteístas, las tres basadas en
un libro sagrado que contiene verdades reveladas, las tres —y este es
el punto que aquí interesa— regidas por una clerecía, formada
exclusivamente de hombres que por elección divina se encuentran
investidos de autoridad para interpretar la palabra. Son ellos, los
clérigos, quienes transmiten en cada momento y por medio de rituales que
solo ellos pueden celebrar, y en los que solo ellos toman la palabra,
el verdadero y único sentido de la fe revelada. En las tres religiones,
los libros sagrados son mudos hasta que alguien, con el poder derivado
de su consagración como clérigo, interpreta lo que allí quedó escrito.
Las tres con largos tramos de sus respectivas historias en los que no
solo era posible sino voluntad misma de Dios, Alá o Jehová morir o
matar en defensa de la fe, una voluntad que se transforma en violencia
despiadada sobre las cosas y las personas cuando los clérigos sienten
amenazado el poder de vida y muerte que detentan sobre la sociedad. En
la larga y sangrienta historia de las religiones, no es posible
encontrar ninguna dotada de ritos que celebrar, de libro sagrado en que
creer y de clérigos a quienes obedecer, que no haya servido como
instrumento de muerte y desolación cuando el dios de los creyentes
alcanza la categoría de único dios en el mundo, cuando del libro sagrado
se derivan leyes que rigen la conducta de los miembros de toda la
sociedad y cuando los clérigos reclaman para sí y conquistan el poder de
erigir sus templos sobre las ruinas de los antepasados, de destruir
estatuas que el paso del tiempo ha convertido en símbolos perdurables de
otros cultos y otras creencias, o de enviar a disidentes y heterodoxos a
la muerte, después de conducirlos en procesión por las vías públicas:
los herejes o las pobres brujas que la santa Inquisición llevaba a la
hoguera tras someterlos a refinadas torturas; esos desventurados
cristianos degollados hoy como corderos ante la mirada del mundo. Antes
que derramar su sangre como mártires de la fe, los clérigos de las
religiones de salvación, si pueden, si disponen de poder para hacerlo, o
creen que ese poder corre peligro, derramarán la sangre del infiel o
del hereje. Siempre lo han hecho, siempre lo van a hacer.
Los yihadistas ejecutan igual el sacrificio de vidas humanas y la destrucción de estatuas milenarias
Nosotros guardamos en la memoria alguna reciente experiencia de toda
esta desgracia. En aquel estremecedor y admirable panfleto que será por
siempre Los grandes cementerios bajo la luna, el católico Georges
Bernanos, procedente de la derecha nacionalista francesa y testigo
horrorizado en 1936 de las matanzas en Mallorca, en las que tomaba parte
uno de sus hijos bajo el mando del impostor conde Rossi, dejó escrito
que “el Terror habría agotado desde hace mucho tiempo su fuerza si la
complicidad más o menos reconocida, o incluso consciente, de los
sacerdotes y de los fieles no hubiera conseguido finalmente darle un
carácter religioso”. Fue primero el terror implantado por militares y
fascistas; luego llegaron los clérigos: la religión católica vino a
sacralizar la práctica derivada de una política de muerte. No fue que
los rebeldes, por creyentes, mataran; fue que los asesinos, para
proseguir su acción hasta el exterminio, la revestían de aura sagrada y
la tomaban como prenda de salvación: la alta clerecía había predicado
una guerra santa, una cruzada contra infieles e invasores que, con la
religión, destrozaban la patria; su destino no podía ser otro que la
muerte.
La palabra yihad podrá significar, para los eruditos en la
interpretación de textos sagrados, lo que quiera que sea: esfuerzo,
ayuda, lucha de liberación. Da igual. Es una auténtica yihad vivida como
guerra santa —si fueran cristianos: una cruzada— lo que hoy repiten,
celebrando ese horrible ritual ideado para transmitirse a todos los
confines del mundo por las redes globales, los matarifes del Estado
Islámico bajo la atenta mirada de un clérigo, todo vestido de negro, que
observa a corta distancia y con idéntica impasibilidad el sacrificio de
vidas humanas y la destrucción de estatuas milenarias.
Santos Juliá es historiador.
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