ELSA CARDOZO
Mediar, dicen los manuales, consiste en la
intervención de un tercero imparcial aceptado por las partes para asistirlas en
la solución de una controversia. Conviene examinar si es de eso de lo que se
trata cuando tres cancilleres de los países de la Unasur vienen a atender la
crisis política venezolana, continuación agravada de la que intentaron mediar
el año pasado. No parece.
Lo del compromiso del tercero imparcial es lo
primero que hay que revisar, pues el trío de cancilleres se ha convertido en sí
mismo en un enredo. La canciller de Colombia, habiendo expresado su gobierno
preocupaciones sustantivas, cuida las formas de la mediación; el canciller de
Ecuador, en cambio, ha participado hace pocos días en un acto contra el
imperialismo y acogido íntegramente la tesis del golpe de Estado y la
injerencia estadounidense en Venezuela; en tanto que la Cancillería de Brasil
ha verbalizado cuidadosamente su preocupación, pero restándole importancia a lo
que considera esencialmente una cuestión de orden interno. Ni hablar del papel
que tras bastidores pudiera tener el secretario de la Unasur, quien se ha
manifestado explícitamente a favor de las tesis de la conjura interior y
exterior. Ahora las parcialidades son más notables que el año pasado y es más
difícil precisar lo que los mediadores están dispuestos a convenir y proponer,
salvo por la común referencia al respeto de la institucionalidad.
Es obligado preguntarse qué de la institucionalidad
en Venezuela es lo que preocupa a los socios de la Unasur. Sobre esto hay dos
versiones encontradas: de un lado, la que comprando la urdimbre de la
intervención, los conspiradores y el golpe da carta blanca “institucional” al
gobierno por su origen electoral; del otro, la que se fija en un ejercicio
gubernamental cada día más arbitrario, amenazante y represivo, sin dejar de
advertir sobre los desafíos mayores que eso mismo está planteando a la
organización y eficacia de la oposición. Quizá la respuesta más cómoda la haya
resumido José Mujica cuando, dejando atrás los hechos cumplidos (que, por
supuesto, no quiere para su país), hizo antes de irse de su cargo presidencial
tantas advertencias a la oposición y tan pocas al gobierno. La verdad es que ya
no son tantos los vecinos que, sin más, compran la primera versión, cada vez
más difícil de vender: por las acciones y omisiones del gobierno venezolano y
por la difusión de informes, decisiones, resoluciones y mensajes que desbordan
los canales y filtros tradicionales de la diplomacia y aumentan el costo del
silencio de los presidentes y las cancillerías.
Hoy el foco de la controversia se ubica en el
ejercicio mismo del propio gobierno, en su sordera y maltrato a los razonables
requerimientos institucionales que quedaron sobre la mesa en mayo del año
pasado y en su demostrada disposición a obstaculizar las vías institucionales
que la oposición, a la que descalifica, defiende.
De la diplomacia, como de la política, puede decirse
que es el arte de lo posible, pero los umbrales de lo posible se mueven. El de
ahora nos obliga y permite a los venezolanos ejercer presión por una modalidad
de mediación internacional distinta, para exigirle que sea sensible a los
principios y prácticas cuya violación es objeto de seguimiento, preocupación y
denuncia urbi et orbi.
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