HECTOR SCHAMIS
La diferencia entre los equipos virtuosos y aquellos que son pura
pierna fuerte se empareja en el terreno fangoso, donde las sutilezas se
hacen más difíciles. Las imprecisiones se multiplican y en las pelotas
divididas el más rudo aprovecha. A menudo esos equipos mojan la cancha
cuando enfrentan a un equipo superior, o sea, la embarran. En el barro,
el que juega sucio tiene ventaja.
Algo similar ocurre en la política, tanto de una nación como
internacional. Así fue el último discurso inaugural de sesiones
legislativas de Fernández de Kirchner. Último porque abandona el poder
en diciembre. Todo iba dentro de una cierta normalidad, incluidas sus
acostumbradas referencias a interminables estadísticas de dudosa
veracidad. De pronto, sin embargo, la presidente derrapó. Se salió de
discurso y arremetió contra el Poder Judicial. Lo acusó de ser el
“Partido Judicial”, pasando a ofender a muchos, especialmente aquellos
imposibilitados de defenderse, como fue el caso de Alberto Nisman, un
difunto.
Reiteró su propensión a elaborar teorías conspirativas, generalmente
utilizadas internamente pero ahora proyectadas sobre la escena
internacional. Recriminó a Israel y a la comunidad judía argentina por
un supuesto motivo que explicaría por qué promueven una causa judicial
por el atentado contra la AMIA, pero no así por el atentado anterior
contra la embajada de Israel. Es una vieja fabulación. Varios de sus
funcionarios alguna vez argumentaron que el atentado contra la embajada
había sido causado por el propio Mosad, y que también el Mosad había
sido el autor de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Burda forma de embarrar la cancha. La acusación contra la presidente,
por encubrimiento de un acto terrorista, es por el ataque a la AMIA en
1994, no el de la embajada en 1992. Como si esa fuera una manera
efectiva de desviar la atención. Teherán debe haber estado encantado con
semejante hipérbole, pero al día siguiente un menos complacido
presidente de la Corte Suprema se ocupó de recordarle a Fernández de
Kirchner que el atentado de 1992 es cosa juzgada. La sentencia del
máximo tribunal también apunta hacia Irán, el mismo país con el que ella
firmó un memorándum de entendimiento. Tarjeta amarilla por juego
brusco. Es que en una república el poder judicial no es un partido, es
el árbitro.
A los dos días le tocó a Netanyahu agitar el miedo como argumento en
el Congreso de Estados Unidos, nada menos. Llego allí invitado por la
mayoría Republicana, ignorando una básica regla de la diplomacia: a un
gobierno lo invita otro gobierno, no un partido político. Así decidió
involucrarse en la irritante coyuntura de la política interna
estadounidense, ofender a Obama y provocar la deserción de una buena
parte de la bancada Demócrata. A pesar del recinto semi vacío, Netanyahu
aprovechó el estrado para hacer campaña y tratar de revertir las
encuestas desfavorables de cara a la elección del próximo 17 de marzo.
Ante la ovación de los Republicanos, criticó el acuerdo que Obama
negocia con Irán. Auguró una “pesadilla nuclear” si ese acuerdo
prosperara, desafiando la autoridad del presidente no solo en territorio
estadounidense sino en el mismísimo recinto de sesiones legislativas.
Un talento en el arte de embarrar la cancha, Netanyahu contribuye así a
profundizar la división del sistema político estadounidense, ofende al
presidente en su propia casa y genera incertidumbre en la relación de
largo plazo de su propio país con su aliado estratégico central. Como en
Buenos Aires, Teherán no podría haber disfrutado más de esa escena.
Tienen más en común. El déficit de Netanyahu es idéntico al de
Fernández de Kirchner: credibilidad. Netanyahu tal vez no recuerde que
en 2002, en ese mismo lugar, advirtió sobre las armas químicas de Sadam
Husein y aseguró que eliminarlo tendría consecuencias enormemente
positivas para la región. Ocurre que armas químicas no había y la
consecuencia más importante de haber eliminado a Sadam fue el horror del
Estado Islámico. Paradójicamente, Irán aparece hoy en el tablero porque
resulta necesario para neutralizar al Estado Islámico y siempre es
mejor negociar con un Estado, por autocrático que sea, que hacerlo con
una horda. Las hipérboles de Bibi Netanyahu, hay que pensar dos veces
antes de hacerle caso.
No deja de ser una curiosidad que Irán intersecte en la política
exterior de Argentina y en la de Israel. El mundo es cada vez más
pequeño, si bien cada vez más desordenado. El paso de la bipolaridad de
la Guerra Fría a la unipolaridad de fin de siglo XX fue efímero. Desde
la invasión de Estados Unidos a Irak, esa unipolaridad ha derivado en
creciente fragmentación, una especie de mundo “apolar”, sin centro de
gravedad. En él, actores no estatales han hecho al sistema más parejo, y
también más brutal e impredecible. El Estado Islámico es el ejemplo más
rotundo, pero no es el único.
El concepto de “anarquía”, el organizador de la propia disciplina de
las relaciones internacionales, no tenía tanta capacidad explicativa
desde la entre guerra, en los treinta. La política internacional se
seguirá jugando en cancha embarrada y el partido no se suspenderá por
mal tiempo.
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