La atmósfera que predomina en
Venezuela no es propicia para la libertad de expresión, pero no se trata
solo del resultado de la imposición establecida por el gobierno frente a
los que piensan distinto. Estamos ante un fenómeno más extendido,
debido a cuya influencia se buscan unanimidades a la fuerza. Tal vez el
origen del asunto se encuentre en la pretensión oficialista de que
hagamos caso a todo lo que se le ocurre, o en la condena que disparan de
manera mecánica contra los que piensen distinto. La insistente manera
de distinguir a la ciudadanía según las virtudes y las maldades de su
pensamiento puede, después de quince años, regarse como una plaga.
Quizá, pero ahora solo quiere el escribidor detenerse en la dificultad
que en general tienen los políticos, pero también quienes habitualmente
se expresan ante el público, para llamar las cosas por su nombre debido
al miedo que tienen de no contrariar una determinada corriente
arraigada en la sociedad, independientemente de lo disparatada e
irracional que sea.
El ejemplo de una
polémica reciente puede aclarar el punto, aunque quizá el vocablo
“polémica” resulte ahora exagerado. En la AN, el oficialismo planteó una
condena contra la “oligarquía” colombiana debido a que, partiendo de su
influencia, los medios de ese país irrespetaban nuestros símbolos
patrios. Como se sabe, un caricaturista de una revista que se edita en
Bogotá quiso mostrar la crisis venezolana mediante la exhibición de un
Escudo Nacional que, a diferencia del consagrado desde el nacimiento de
la república, deja de ser un conjunto de promesas y enaltecimientos para
exhibir señales de general bancarrota. Aquello cayó como una bomba en
el alto gobierno, cuyos voceros promovieron un acuerdo de condena en el
Parlamento. Se rasgaron las vestiduras ante lo que juzgaron como una
afrenta desproporcionada, invocaron a los padres fundadores ante el
complot llevado a cabo por fuerzas siniestras del extranjero, disertaron
sobre el carácter sacrosanto de los símbolos supuestamente hollados y
pidieron un acuerdo unánime contra los profanadores de la patria.
El
acuerdo no se logró, pero ahora solo se quiere insistir en la pobreza
de los argumentos manejados por los diputados de la oposición para
negarse a suscribirlo. La sola mención de la patria mancillada los llevó
a lamentables respuestas mochas. No se atrevieron a levantar la voz
frente a una manipulación camuflada en el patrioterismo. No se
atrevieron a agarrar el toro por los cuernos, esto es, a la defensa de
la libertad de expresión que tiene un caricaturista colombiano, o de
cualquier otra latitud, para tratar según su gusto un tema que le parece
importante. No se atrevieron a poner en su lugar a los iracundos
enemigos de la prensa libre, disfrazados de hijos de un Bolívar
supuestamente ofendido y de enemigos de un tenebroso Santander halado
por los cabellos en una discusión de actualidad. Les hablaron de la
patria y de su obligante defensa, para que se limitaran a los balbuceos.
¿Cómo reaccionar con sentido común, pero especialmente con argumentos
capaces de desmontar una fastidiosa falacia, si corrían el riesgo de
desfilar ante la hoguera destinada a los herejes? Ni siquiera el
reciente atentado contra Charlie Hebdo, capaz de conmover el
mundo occidental y de poner en un inevitable primer plano el asunto de
la libertad de expresión, aun cuando toque valores y personajes de
naturaleza religiosa, modificó el discurso lampiño de los opositores.
Pero
la bola pica y se extiende, si consideramos asuntos tan elocuentes como
el denominado Documento de la Transición frente al cual se han
solicitado apoyos masivos como los que reclama el gobierno para sus
políticas. Como provocó la aberrante y arbitraria prisión del alcalde
Ledezma, nadie se atreve a discutir su contenido, nadie lo toca ni con
el pétalo de una rosa pese a sus intrincadas letras. Una matriz de
opinión pide una solidaridad abrumadora que, de no suceder, provocará
baldones y condenas para quienes se distancien de sus propuestas después
de pensar con autonomía. Ahora no es el gobierno, sino voceros de la
otra orilla, quienes te condenan a pensar de una sola forma y a hablar
en tono monocorde. Vientos sofocantes mueven la atmósfera.
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