ALBERTO BARRERA TYSZKA
EL NACIONAL
Un titular de un periódico complaciente ofreció esta semana un “diario secreto de Hugo Chávez”. Es una frase engañosa pero eficaz. El texto, en rigor, presentaba los extractos de un libro publicado en Rusia por la periodista Tatiana Monojova. En unas líneas introductorias, se asegura que la investigación está basada en “el famoso diario de Chávez”, así como en otra cantidad de fuentes y documentos, algunos inéditos. A estas alturas, el mito todavía necesita confidencias personales.
El único diario de Hugo Chávez que se conoce es un viejo cuaderno de rayas, escrito a mano con una letra pequeña y apretada, que luego transcribió a máquina Herma Marksman, amante de Chávez durante muchos años. Aun antes del intento de golpe del 92, ella ya había organizado el material en un breve y artesanal librito, donde cada letra, cada signo de puntuación, había sido reproducido con cuidado y fidelidad.
Al romperse la relación afectiva, los diarios de manera natural quedaron del lado de Marksman. Chávez no tenía acceso a ellos pero, a medida que su exposición pública crecía y que su sed de notoriedad se convertía en una política de Estado, parecía cada vez más interesado en poseerlos. Una vez en un acto público, sin nombrarla, le mandó un mensaje. Quería tener el diario. No era una exigencia autoritaria. Era una petición. Quizás ya estaba asumiendo que el proyecto que más le apasionaba en la vida era ser dios.
En Santa Clara, en Cuba, cuando se celebraron los cuarenta años del asesinato del Che Guevara, Chávez habló y, con su desparpajo habitual, comenzó a realizar comparaciones entre los diarios del argentino y sus propios diarios. Leyó fragmentos de sus anotaciones y trató de enlazarlos con las vivencias del Che en esas mismas fechas. Deseaba colarse en la liga del guerrillero. Exigía su mismo cielo.
Pero los diarios de Chávez son irregulares. Están escritos muy temprano y tienen la impronta del tránsito errático de la adolescencia. Solo pocos fragmentos podrían ser provechosos para la gran empresa nacional que promueve el culto a su personalidad. Algún párrafo muestra su indignación ante la pobreza. Otro testimonia su formación en los clásicos tópicos de la izquierda de los setenta. Hay anécdotas sobre la vida militar. Recuerdos de infancia. Nostalgias familiares. Pero lo que, probablemente, más destaca y llama la atención es su preocupación y su interés por sí mismo y por la posteridad.
Un ejemplo: el cadete Chávez, apenas rondando los 20
años, después de un día de desfile en un acto oficial, se queda
despierto y permanece sentado frente a la televisión, mirando la
retransmisión del evento que ofrece el canal del Estado a última hora de
la noche. Solo quiere verse a sí mismo. Solo desea saber si, al menos
por unos segundos, apareció cruzando la pantalla del televisor.
En
el más conocido párrafo de sus diarios, el joven Chávez cuenta cómo vio
en el patio de la Academia Militar al entonces presidente Carlos Andrés
Pérez. Y confiesa entonces su deseo de ocupar su lugar, de “llevar
sobre los hombros”, algún día, la responsabilidad de guiar a la patria.
Los
diarios íntimos están destinados a vivir después de la desaparición de
sus autores. La muerte debe iluminar las palabras, convertir la
escritura en un lugar de secretos, en un acto de revelación. No ocurre
esto, sin embargo, con los diarios de Chávez. Todo lo que cuenta es
apenas un atisbo de la pulsión descontrolada con la que manejó las
políticas públicas del país a partir de 1999. Su afán de celebridad
terminó devorando su propia intimidad.
La industria del
espectáculo nunca arriesga su marca. La corporación que nos gobierna
jamás permitiría que el Chávez real arruine al personaje de Chávez. De
eso dependen. De que la ficción continúe. Ese es el Chávez que sigue y
vive. El Chávez mediático, el Chávez simbólico, el Chávez de la fe. Esa
es la garantía de su supervivencia en el poder.
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