domingo, 1 de marzo de 2015

ESPINAS EN EL CORAZÓN

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TULIO HERNANDEZ


El asesinato de Kluivert Roa gravitará por mucho tiempo sobre la memoria colectiva venezolana. Se convertirá en algo así como un emblema. Porque se trata de un acontecimiento que expresa y resume la naturaleza del gobierno de Nicolás Maduro. Un gobierno que será recordado por años, y tal vez décadas, como uno de los más torpes, intolerantes, ineptos, negados al diálogo y ensangrentados sin necesidad, que hayamos tenido en la era democrática y posdemocrática venezolana.
El asesinato de Kluivert Roa es uno de esos acontecimientos que cambian historias. Por trágico. Por triste. Y, sobre todo, por simbólico. La escena, para decirlo en términos cinematográficos, resume la tragedia de un país signado por el odio. Los venezolanos matándose entre sí. Un muchacho asesinando a un niño. Un policía de 23 años, presumiblemente poseído por la ira, en medio de una protesta política de calle, persigue a un estudiante de apenas 14 años, le dispara a mansalva y lo mata. Frente a testigos.
El hecho podría ser una nota más en las páginas rojas. Al final, hay que aceptarlo, en la Venezuela del socialismo del siglo XXI que un policía, un guardia nacional o un miembro de los colectivos paramilitares oficialistas asesine en la calle a alguien en una manifestación de protesta política ya es un asunto cotidiano.
Pero el hecho de que la víctima sea un adolescente, que –no importa cuántas justificaciones se invente el gobierno– no haya duda alguna de que fue asesinado por un policía, y que todo ocurrió en la ciudad de San Cristóbal, el mismo lugar donde hace un año se inició la revuelta popular que dejó la cruenta cifra de 45 muertos y aproximadamente 2.000 jóvenes detenidos, cerca de 40 de ellos con pruebas evidentes de torturas, lo convierte en un símbolo.
En San Cristóbal la tristeza se percibe en el aire. Como gas lacrimógeno. Hace llorar incluso a los más rudos. Y la tristeza política empozada en el alma deviene en ira impotente. En bomba de tiempo. José Gregorio Vielma Mora ha hecho todo lo posible para convertirse en el gobernador más odiado desde los días de Eustoquio Gómez. Aquel sobrino del dictador Juan Vicente, presidente del Táchira, que hizo colgar vivos en una plaza, con los mismos garfios con los que se cuelga a los cerdos en los mercados, a tres opositores. Para que murieran a la vista de todos. Los zamuros les comieron los ojos cuando aún agonizaban. Nadie podía acercarse a socorrerlos.
Vielma Mora, no hay que olvidarlo, generó las chispas que prendieron la mecha que incendió a Venezuela por varios meses cuando, hace un año, decidió enviar a prisión en el estado Falcón a tres estudiantes detenidos en manifestaciones de protestas en la capital tachirense. La respuesta en la calle fue tan contundente que tuvo que regresarlos a casa y liberarlos. San Cristóbal se convirtió por meses en un campo de batalla, hasta que el gobierno decidió intervenirla militarmente con tropas armadas de guerra y vuelos rasantes de F16.
El futuro pinta oscuro. El asesinato de Kluivert Roa es una espina en el corazón. Un mal presagio. Un castigo innecesario. Un aviso de hacia dónde vamos si no logramos cambiar el rumbo. Una nueva advertencia de cuánto sufrimiento genera el desprecio ideológico y el odio de clases. La señal de que siempre se puede estar peor.
Maduro y su gobierno no solo malversan los recursos provenientes del petróleo. Han comenzado a dilapidar sin tregua las escasas reservas de prestigio que aún tenía en ciertas izquierdas extranjeras. Los máximos dirigentes de dos de los más importantes partidos opositores están presos sin razón. El alcalde de San Cristóbal también. Igual más de cien estudiantes opositores. Kluivert está muerto. Como Bassil, como Redman, como Génesis, como Geraldine. Otros de los estudiantes caídos. Desde Bill Clinton hasta una diputada de Podemos, la franquicia chavista en España, los ha cuestionado por represores. En las redes sociales circuló el miércoles una fotografía de una manifestación en Sao Paulo. La pancarta decía: “¡Maduro assassino!”.

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