TULIO HERNANDEZ
El asesinato de Kluivert Roa
gravitará por mucho tiempo sobre la memoria colectiva venezolana. Se
convertirá en algo así como un emblema. Porque se trata de un
acontecimiento que expresa y resume la naturaleza del gobierno de
Nicolás Maduro. Un gobierno que será recordado por años, y tal vez
décadas, como uno de los más torpes, intolerantes, ineptos, negados al
diálogo y ensangrentados sin necesidad, que hayamos tenido en la era
democrática y posdemocrática venezolana.
El
asesinato de Kluivert Roa es uno de esos acontecimientos que cambian
historias. Por trágico. Por triste. Y, sobre todo, por simbólico. La
escena, para decirlo en términos cinematográficos, resume la tragedia de
un país signado por el odio. Los venezolanos matándose entre sí. Un
muchacho asesinando a un niño. Un policía de 23 años, presumiblemente
poseído por la ira, en medio de una protesta política de calle, persigue
a un estudiante de apenas 14 años, le dispara a mansalva y lo mata.
Frente a testigos.
El hecho podría
ser una nota más en las páginas rojas. Al final, hay que aceptarlo, en
la Venezuela del socialismo del siglo XXI que un policía, un guardia
nacional o un miembro de los colectivos paramilitares oficialistas
asesine en la calle a alguien en una manifestación de protesta política
ya es un asunto cotidiano.
Pero el
hecho de que la víctima sea un adolescente, que –no importa cuántas
justificaciones se invente el gobierno– no haya duda alguna de que fue
asesinado por un policía, y que todo ocurrió en la ciudad de San
Cristóbal, el mismo lugar donde hace un año se inició la revuelta
popular que dejó la cruenta cifra de 45 muertos y aproximadamente 2.000
jóvenes detenidos, cerca de 40 de ellos con pruebas evidentes de
torturas, lo convierte en un símbolo.
En
San Cristóbal la tristeza se percibe en el aire. Como gas lacrimógeno.
Hace llorar incluso a los más rudos. Y la tristeza política empozada en
el alma deviene en ira impotente. En bomba de tiempo. José Gregorio
Vielma Mora ha hecho todo lo posible para convertirse en el gobernador
más odiado desde los días de Eustoquio Gómez. Aquel sobrino del dictador
Juan Vicente, presidente del Táchira, que hizo colgar vivos en una
plaza, con los mismos garfios con los que se cuelga a los cerdos en los
mercados, a tres opositores. Para que murieran a la vista de todos. Los
zamuros les comieron los ojos cuando aún agonizaban. Nadie podía
acercarse a socorrerlos.
Vielma Mora,
no hay que olvidarlo, generó las chispas que prendieron la mecha que
incendió a Venezuela por varios meses cuando, hace un año, decidió
enviar a prisión en el estado Falcón a tres estudiantes detenidos en
manifestaciones de protestas en la capital tachirense. La respuesta en
la calle fue tan contundente que tuvo que regresarlos a casa y
liberarlos. San Cristóbal se convirtió por meses en un campo de batalla,
hasta que el gobierno decidió intervenirla militarmente con tropas
armadas de guerra y vuelos rasantes de F16.
El
futuro pinta oscuro. El asesinato de Kluivert Roa es una espina en el
corazón. Un mal presagio. Un castigo innecesario. Un aviso de hacia
dónde vamos si no logramos cambiar el rumbo. Una nueva advertencia de
cuánto sufrimiento genera el desprecio ideológico y el odio de clases.
La señal de que siempre se puede estar peor.
Maduro
y su gobierno no solo malversan los recursos provenientes del petróleo.
Han comenzado a dilapidar sin tregua las escasas reservas de prestigio
que aún tenía en ciertas izquierdas extranjeras. Los máximos dirigentes
de dos de los más importantes partidos opositores están presos sin
razón. El alcalde de San Cristóbal también. Igual más de cien
estudiantes opositores. Kluivert está muerto. Como Bassil, como Redman,
como Génesis, como Geraldine. Otros de los estudiantes caídos. Desde
Bill Clinton hasta una diputada de Podemos, la franquicia chavista en
España, los ha cuestionado por represores. En las redes sociales circuló
el miércoles una fotografía de una manifestación en Sao Paulo. La
pancarta decía: “¡Maduro assassino!”.
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