ELIAS PINO ITURRIETA
(Hoy repito fielmente un artículo escrito hace seis
meses).
El régimen había tratado de ocultar su identidad,
pero las circunstancias le han permitido revelarla. Se afanó, desde los tiempos
de Chávez, en ofrecer una fachada de democracia, pero el primer tumbo de
importancia lo ha conducido a mostrarse como lo que de veras es y como quería
ser desde el principio: una administración autoritaria, arbitraria e
inescrupulosa como otras semejantes que han convertido a Venezuela en prisión
asquerosa y maloliente. No es una sorpresa para quienes alertamos desde un
ominoso 4 de febrero sobre la orientación de una militarada, pero los
intermitentes coqueteos del chavismo con lo que los venezolanos consideramos
como convivencia democrática le habían permitido una simulación que ahora se
desploma. No fuera sino solo por el descubrimiento pleno del monstruo que había
solapado con éxito su esencia, es infinita la deuda que tenemos con las
manifestaciones de los estudiantes y con la presencia de los partidos
políticos.
No se trata de un camino lento que por fin toma el
régimen, sino de un acto mecánico o automático que estaba dispuesto a llevar a
cabo, o en el que venía pensando en espera de pretexto. Para el chavismo
degenerado en madurismo solo fue cuestión de pasar el suiche para lucir como
deseaba, atronador y desafiante, apenas fue asunto de propinar la patada que
llevaba una década de ensayos en los cálculos de su sala situacional. Una
patada contra las formalidades que en apariencia había respetado –la existencia
de un parlamento que parece parlamento, el permiso para realizar elecciones
controladas desde las alturas, la tolerancia de mítines en las temporadas de
mítines, la licencia para que los voceros de la oposición se expresaran con
relativa tranquilidad, la posibilidad de escribir artículos sueltos en la
prensa y críticas ocasionales en los medios radioeléctricos, la
aceptación de protestas deshilvanadas, etc.– pero que deseaba desterrar
cuando lo permitiera el tiempo. Ya la atmósfera lo permitió y el chavismo,
llegado hasta el límite de su degeneración, se permite el lujo de exhibir sus
colmillos afilados y ansiosos de la carne de sus rivales, en cumplimiento de un
antiguo y arraigado anhelo.
El chavismo degenerado en madurismo había preparado
sus fuerzas y las había utilizado, ya las habíamos sufrido en ocasiones, pero
ahora las amontona y las echa a la calle en forma tumultuaria, para que no
quede duda de lo que es y de lo que siempre ha querido ser. El silencio de los
medios radioeléctricos, dosificado en cómodas cuotas, ya es avasallante. El
anuncio del jefe del Estado sobre el próximo turno de la prensa escrita en el
estadio de la mudez, indica la profundización de una hostilidad de la cual se
ufanó el fundador de la hegemonía. La utilización de las Fuerzas Armadas como
herramienta cruenta de un proyecto de control autoritario, ha pasado de los
episodios singulares al establecimiento de una aplanadora que no se compadece
con la letra de la Constitución. Las fuerzas paramilitares que ha amamantado
con la más nutritiva de las leches ya no actúan en jurisdicciones determinadas,
sino en el coto de caza más amplio que es toda la república. Ríanse
ustedes de La Sagrada, policía represiva del gomecismo, al hacer comparación
con la Guardia Nacional Bolivariana de nuestros días. Miren como querubines del
firmamento a los bandoleros rurales de la Guerra Federal, cuando hagan
analogías con los paramilitares que siembran el terror en motos y con armamento
obsequiados por el régimen. Allí estaban todas esas escandalosas negaciones del
republicanismo, ya habían hecho apariciones esporádicas, ya habían comido con
sus fauces hambrientas, pero ahora protagonizan, para que nadie albergue dudas,
la función de arrase que anhelaban sus líderes.
Sin embargo, Venezuela no es territorio de un solo
protagonista oscuro. La sociedad sale otra vez a la calle, a manifestar su
repudio de la dictadura en marchas pacíficas. Los estudiantes libran
batallas dignas de encomio, aunque temerarias. Mientras puede, uno escribe
contra la autocracia convertida en vergüenza y en peso insoportable. Nicolás
Maduro, por ahora y no se sabe hasta cuándo, se enorgullece de que lo veamos
como quería que lo viéramos.
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