viernes, 12 de febrero de 2010

Emergencia en el despeñadero

Argelia Ríos

Claro que estamos en emergencia! Cualquiera sea el recodo desde donde se la observe, Venezuela es una nación saturada de incuantificables apremios. Somos una auténtica zona de desastre, donde se amontonan los escombros del país que fuimos. Entre las ruinas, yacen también las aspiraciones de un futuro decoroso. Basta una simple mirada a nuestro alrededor para identificar los signos de la catástrofe. Nos rodea la devastación y la decadencia: los estragos de un terremoto que se replica a diario, para garantizarle el alimento a esta pesadilla bolivariana, cuyo nutriente es la destrucción sostenida y el sobresalto permanente. El caso venezolano -como los demás que le han antecedido- encaja en las advertencias que en sus tiempos hiciera el propio Gramsci, al diferenciar las características de un "demagogo desenfrenado" de las de un "verdadero revolucionario". Decía el muy mentado italiano, que las revoluciones sólo pueden ser fundadas por "espíritus sobrios": "por hombres que no hagan faltar el pan en las panaderías, que hagan rodar los trenes y que proporcionen materia prima a las fábricas; hombres que aseguren la integridad y la libertad de las personas contra las agresiones de los malhechores y que hagan funcionar el complejo de los servicios sociales". Pero la "fraseología ampulosa" de la que Gramsci aborrecía es justo el pilar del experimento bolivariano. Ubicado a años luz de la utopía, el chavismo se limita al "entusiasmo semántico" que el comunista italiano le atribuyó a los usurpadores. La declaratoria de una emergencia eléctrica -prueba "gramsciana" de la patraña revolucionaria- es inservible para sobrevivir al precipicio por donde nos deslizamos. De hecho, su anuncio es toda una blasfemia que desnuda el fiasco del embaucador y, también, el inmenso caos hacia donde nos dirigimos. A ese despeñadero hemos sido empujados por la imprudencia y la haraganería de quien sólo ve la revolución como una conquista permanente del poder: como una lucha para abultarlo y agigantarlo, y nunca como un medio para conducir a la gente hacia el progreso, ni dotarla de sus requerimientos más básicos. ¡Es obvio que estamos en emergencia! Esta revolución nuestra -autóctona y "originalísima"- no es otra cosa que un destemplado destruyendo todo a garrotazos. Sin sobriedad ni virtuosismo; fastidiado de las "irrelevantes menudencias" del Gobierno. Aquí estamos, pues, mareados con el "palabrerío frenético" del timador, atrapados en la oscuridad y proyectando las otras muchas carencias que nos anuncian las sombras. Privaciones que derivarán en caos y, algún día, en la exigencia de un orden. Orden para recoger los escombros, para componer el desaguisado y las magulladuras ocasionadas en la caída por el barranco...

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