ANTONIO LOPEZ ORTEGA
Un poeta venezolano esencial del siglo XX, Eugenio Montejo,
murió en junio de 2008. Muy pocos amigos lo velaron en una alicaída
funeraria del centro de Valencia, una ciudad en la que creció, estudió y
cofundó la legendaria revista Poesía, por muchos años
referencia continental de creación y difusión poética. Montejo había
sido también, en su última etapa de vida, funcionario de la Cancillería
venezolana, donde no sólo dirigió junto a la novelista Elisa Lerner la
revista Venezuela, especie de vitrina cultural del país, sino
que también asumió bajo acreditación la consejería cultural en Lisboa.
Desde allí se dedicó a difundir la literatura venezolana en Portugal y
la portuguesa en Venezuela. La emigración lusitana de la primera mitad
de centuria, que muchos estiman en medio millón de habitantes, hablaba
de lazos infranqueables y presuponía mucha programación de intercambio.
No bastaron, sin embargo, los desvelos de un funcionario inteligente y
fiel, como tampoco el Premio Nacional de Literatura conferido en 1998 o
el Premio Internacional de Poesía Octavio Paz otorgado en 2005, para que
la Cancillería o el régimen que se autoproclama bolivariano enviaran
una corona floral o publicaran un mínimo obituario en la prensa
nacional. Esas glorias, se entiende, no eran las de ellos, y por lo
tanto en la funeraria de Valencia no veían más que un cuerpo insepulto.
La conducta se repite casi al calco con otros grandes escritores. Ni el novelista Salvador Garmendia, quizás el más importante de las últimas cinco décadas, fallecido en 2001; ni el narrador Adriano González León, Premio de Novela Biblioteca Breve en 1968 con País portátil, fallecido en 2008; ni el poeta Juan Sánchez Peláez,
voz vanguardista por antonomasia, fallecido en 2003; merecieron ningún
homenaje, mención o gesto. Para ellos la ignorancia, el borrón, la
inexistencia. Así actúan quienes en los manuales educativos hacen una
selección caprichosa de episodios históricos o quienes en los recuentos
de historia política suprimen todo lo que tenga que ver con el período
democrático 1958-1998. En Cultura, por lo demás, las omisiones son
bochornosas. Ningún intelectual que haya tenido un pronunciamiento
crítico, que haya firmado algún manifiesto de denuncia o que en una
entrevista haya expresado algún descontento, tiene derecho a nada: ni
invitaciones, ni becas, ni reconocimientos. Esas prebendas se reservan
sólo para los fieles, esto es, para los que han terminado callando,
traicionando sus viejos fueros y, en algunos casos, escribiendo loas al “comandante galáctico”.
Los creadores venezolanos de estos tiempos han terminado por entender
en qué tablero se deben o pueden mover. Y en ese juego saben que el
Estado no existe, que nada se puede esperar de ninguna política
cultural. Sólo una ventaja han extraído de esa injusticia, por no hablar
de desgracia: se han vuelto más persistentes, más obsesivos y hasta más
profesionales. Cuando se roza la supervivencia, las energías salen no
se sabe de dónde, pero salen. No importa si ya no hay dónde editar, si
los museos nacionales ya no exponen o si las carteleras teatrales se han
banalizado. Se crea finalmente para otro presente, forzosamente
alterno, o quién sabe si para el futuro, cuando el país o las audiencias
sean otras. Más allá de los creadores que el país ha expulsado, que
también los hay, en una especie de diáspora secreta, los que permanecen
se protegen contra todas las plagas: ostracismo, aislamiento,
escepticismo o autocensura. La hora invita al agrupamiento, al
encuentro, a la suma de voluntades, y toda iniciativa es bienvenida, por
más insignificante que pueda parecer. El único consuelo, o la única
verdad, que flota sobre estas iniciativas a veces invisibles es que,
cuando desde un futuro próximo se mire hacia estas horas aciagas, se
descubrirá que sólo los creadores de este encierro habrán escrito las
mejores crónicas, los mejores poemarios; habrán concebido las mejores
obras plásticas, las mejores instalaciones; habrán compuesto las mejores
obras teatrales, las mejores coreografías. La verdad creadora está en
la sombra y no en los fastos burocráticos y hasta militaroides que nos
quieren vender como bienes culturales.
Toda política cultural que se quiera moderna debe siempre garantizar
los espacios de la creación, que a veces son misteriosos y hasta
frágiles. Las nacientes vocaciones artísticas siempre son dubitativas y
pueden hacer que un poeta en ciernes desperdicie su talento en otros
afanes. ¿Quién penetra en ese mundo de fragilidades y se asegura de que
la condición artística no pierda un gran vocero? ¿Quién incide en ese
momento de decisiones y evita frustraciones mayores? Lejos hemos estado
en Venezuela
de estas cavilaciones si se quiere exquisitas, pero otras realidades y
propósitos han entendido a cabalidad que no hay como la creación pura y
libre para las transformaciones sociales. Esto lo han entendido, hasta
inconscientemente, los creadores, trabajando con sus pocos rudimentos y
olvidados de cualquier asomo de política cultural.
Quizás las ofrendas florales que merecía Eugenio Montejo llegarán a
destiempo. Están más bien en la voces y corazones de sus herederos, los
jóvenes que lo leen con fruición y que no cesan de admirar sus versos.
No toda época sabe reconocer a sus hijos y ésta que nos gobierna los
ignora a todos.
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