Angel Oropeza
Frente a la crisis económica que
azota a casi todos los venezolanos, hay para el gobierno sólo 3
opciones posibles. Una, negarla. Otra, reconocerla y buscar la forma de
superarla. Y la tercera, inventar otra crisis que le compita.
La
primera opción ya la intentó, pero el tamaño de las penurias de la
gente sobrepasó cualquier pretensión de desconocerlas. La segunda es
imposible, pues requeriría que el gobierno haga cosas que simplemente no
sabe hacer. Dada su mentalidad primitiva, había que optar por la
tercera.
Así, la única forma de
atenuar los impactos y el descontento por la crisis económica y social,
era generando una crisis política que compitiera con aquella. Y nada
mejor que jugar a proscribir a la Oposición democrática, encarcelando y
amenazando a varios de sus principales dirigentes, no sólo para darle
algo de credibilidad al fabricado cuento del golpe de estado, sino para
buscar que la política se juegue en el único terreno donde el gobierno
no es hoy débil: el de la confrontación violenta. Porque esto hay que
repetirlo: el oficialismo pierde hoy en votos y en pueblo, pero no en
fuerza bruta. Por eso su insistencia en provocar que la Oposición
abandone el camino de la organización popular para que caiga en el único
espacio –el de la violencia- donde se concentra su fortaleza. Caer en
ese juego no es sólo poco inteligente, sino criminal.
Sin
embargo, la legítima indignación clama por “hacer algo”. Por supuesto,
esta exigencia por “algo” encubre el desconocimiento, la mayoría de las
veces involuntario, sobre las cosas que se hacen todos los días en los
barrios, pueblos y caseríos del país en términos de organización popular
y acompañamiento ciudadano. Aquí, el bloqueo informativo que ha
impuesto el gobierno a la mayoría de los medios de comunicación ha
cumplido con creces su objetivo. Pero, reconozcámoslo, lo que falta por
hacer supera en mucho lo que se ha hecho. Ciertamente entonces, hay que
hacer algo más. Y la respuesta a ese “hay que hacer algo” está en que
todos, sin excepción, tomemos la calle. Ahora bien, ¿eso qué significa
en la práctica?
La calle no es sólo
una porción de metros cuadrados de asfalto. Ni tampoco el combate de
calle se reduce a la presencia física masiva –necesaria, legítima y
conveniente por lo demás- en labores de protesta o movilización. Esta
última es apenas una parte importante de la tarea, pero no toda ella.
Por eso hemos insistido desde hace tiempo en complementar, reforzar y
migrar de esta concepción restringida, a una noción de “calle” entendida
como “actitud política”, que se traduce en “politizar la cotidianidad”.
La
“calle”, en sentido amplio, es asumir que en cualquier actividad que
desarrollemos y donde quiera que estemos, nuestro deber es convencer y
seducir a quien piensa distinto, solidarizándonos con su problema pero
ayudándole a entender qué y quienes están detrás de su desdicha. La
“calle” es una actitud de apostolado permanente, que consiste en nunca
dejar de hablar, de denunciar, de convencer, de conquistar gente para
nuestra causa.
Por distintas razones,
no todos pueden estar en las siempre necesarias actividades políticas
de movilización física. Pero si todos asumimos “actitud de calle” –en el
sitio de trabajo, en el mercado, en las colas, en la universidad,
dentro de las empresas, en el autobús o al interior de las
organizaciones populares- nos convertiremos en un poder social
indetenible y poderoso.
El gran reto
de la “calle”, entendida como actitud de politizar nuestra cotidianidad,
es ayudar a transformar el enorme descontento social en fuerza
política. Pero ello pasa por que la mayoría entienda la asociación de
sus problemas con el gobierno y su fracasado modelo. Y pasa también por
ayudar a desmontar la polarización artificial entre venezolanos y a
procurar, en nuestro entorno inmediato, el acercamiento de todos los
afectados por esta tragedia devenida en gobierno, no importa sus
creencias o la orientación de sus simpatías. Eso es la calle, y eso es
hacer algo.
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