ESTADO ISLÁMICO Y YIHAD GLOBAL
ANTONIO ELORZA
El cuadro sobrecogedor de Peter Brueghel el Viejo La parábola de los ciegos
es una metáfora de la sucesión de errores en las políticas occidentales
desde el 11-M. El ciego que sirve de guía, para nuestro caso George
Bush Jr., se hundió en un pantano, más que en un agujero, y tras él
fueron cayendo sucesivamente las estrategias de uno u otro signo. Unos,
por seguir la estela de la cruzada antiislámica; otros, inhibiéndose o
apostando por una imagen idílica del islamismo, envuelta en ceremonias y
retórica: la Alianza de Civilizaciones. Sin que faltasen aquellos
intelectuales que en nombre de un bienintencionado rechazo de la
islamofobia adoptaban la política del avestruz, negándose a ver la
realidad, por aquello de que el terrorismo no podía tener que ver con
ideas del siglo VII o que era una simple respuesta al imperialismo
occidental.
Un paso más, y en nombre de que to er mundo e güeno, se
proclamaba hace 10 años que todas las doctrinas llevaban a la concordia.
En un solemne acto de este tipo (Barcelona 2004), la ilusión hubiera
debido disiparse cuando como broche de las conferencias fue interpretado
el espiritual negro sobre Josué: tras derribar las murallas, Josué no
sembró paz, sino la muerte de todos los habitantes de Jericó. Ahora, tal
como van las cosas, se pasa a diluir la realidad en sentido inverso,
intentando probar que toda religión comporta la violencia: budismo y
judaísmo, islam y cristianismo. Otra ceguera voluntaria. La
argumentación es especiosa, pues en el islam las llamadas a la
fraternidad se refieren siempre a los creyentes, mientras a los
no-creyentes les está reservada la lucha a muerte. Las cosas quedan
claras en contra de la propuesta interpretativa: no existe ambigüedad
alguna entre violencia y no violencia; a cada cual, lo suyo. Nada de eso
hay en el budismo o en los Evangelios.
Ahora bien, ¿por qué las viejas y las nuevas cortinas de humo? Tal
vez porque entra en juego el ansia de consolación, que evocara Umberto
Eco: no es grato afrontar una situación como la actual, con un agresor
bien definido, omnipresente e ilocalizable, sustentado en una sólida
base doctrinal, que nos amenaza por causa de nuestra identidad cultural
y/o religiosa. La indeterminación tranquiliza. Pensemos en especialistas
que hace dos años, ante el atentado de Manhattan, no querían ver que
era una incipiente aplicación del patrón trazado para los lobos
solitarios por el alqaedista Setmarian. Ahora lógicamente le recuperan para explicar lo sucedido.
Se ha perdido más de una década, desaprovechando la lección que diera
Bush como gran organizador de desastres, cuando aunó el crimen contra
la humanidad, causante de tantos miles de muertos desde su engaño a la
ONU, con la supina estupidez de destruir un Estado sin tener recambio
alguno. Amen de desconocer que estaba abocado al fracaso el
establecimiento de instituciones representativas en un avispero
religioso como el de Irak, con un islam habituado al autoritarismo.
Tampoco anduvo muy fino Obama al irse sin más del país, ignorando qué
podía suceder luego y siendo desbordado finalmente por la repentina
expansión del ISIS. Los islamólogos ni se enteraron. La historia se
repitió más tarde en Libia, con el resultado conocido. A fin de cuentas,
Afganistán es el mal menor, y no por azar, sino por haber pactado
previamente con los poderes tribales. Parece repetirse una y otra vez la
historia del Gobierno de Jimmy Carter, cuyo embajador en Teherán le
contaba que Jomeini era como Gandhi. Parábola de los ciegos una vez más.
Frente a ello, la instalación del Estado Islámico ha sido un paso
decisivo para hacer de la yihad protagonista de esa singular guerra
mundial declarada a Occidente. La sustentan los llamamientos del Corán
para lograr mediante la lucha que en todo el mundo impere la verdadera
fe (versículos 8.39 y 2.193). Por eso en la mente de todo musulmán
radical, la imagen del Estado Islámico de Al-Bagdadí desempeña un papel
similar al del Estado soviético después de la Revolución de Octubre: lo
que era un sueño inalcanzable es ahora realidad. De ahí que el califato
de Raqqa, su capital en Siria, no dudase en difundir una imagen precisa
de su funcionamiento, aplicando con todo rigor las reglas de la sharía, según describen reportajes por ellos auspiciados sobre el Estado Islámico.
Es un orden social perfecto, tal y como fuera sistematizado hacia
1300 por Ibn Taymiyya, reconocido por los ortodoxos sunníes —entre ellos
Bin Laden— como El Jeque del Islam, sobre el Corán y los hadiths. La sharía
determina la acción de gobierno y establece una absoluta regulación de
las costumbres, garantizada por una policía a quien compete asegurar que
en Raqqa “se promueve lo mandado y se impide lo prohibido” por Alá.
Nada escapa a su vigilancia, ni un niqab algo corto, ni quien
infringe el Ramadán. Es un modelo acabado de totalitarismo, homólogo del
que describe para los meses de gestión yihadista en Malí el cineasta
Abderrahman Sissako en Tombuctú. Los derechos individuales no
existen, y eso puede repugnar a nuestra sensibilidad; ejemplos, la
crucifixión de un delincuente (más bien cristiano) en Raqqa, mostrada en
los documentales, o la voladura de mezquitas shiíes. Solo que a los
ojos de musulmanes radicales, tales escenas, en vez de antídotos,
constituyen otros tantos alicientes para apuntarse a la yihad. En el
reportaje, los adolescentes claman como posesos por la muerte de los
infieles y la destrucción de Occidente. El yihadismo implica una
deshumanización radical.
El “Gobierno de la sharía” en el Estado Islámico de
Al-Bagdadí no se conforma con la regulación obsesiva de la vida social,
sino que debe proyectarse hacia el exterior mediante la yihad. Así en
torno suyo surge una auténtica metástasis yihadista, cuya última
manifestación vemos en Libia. Cuenta también la sanguinaria Boko Haram
de Nigeria. Y como puntas de lanza, en línea con la “yihad global” de
Setmarian, los comandos y lobos solitarios que practican un terrorismo
selectivo, dirigido a generalizar la inseguridad en Europa. El 8.60
coránico manda aterrorizar al enemigo de Alá, y qué mejor terror que el
inspirado por las degollaciones de coptos y de rehenes, o las
ejecuciones de Charlie Hebdo. En Occidente, horror e impotencia.
¿Qué hacer frente a este nuevo desafío a escala mundial? Sin duda,
reconocer su contenido bélico, y actuar en consecuencia, según cada
brote, sin excluir la acción militar (ejemplo: Malí), pero sobre todo
prevenir su crecimiento, con políticas positivas, evitando a cualquier
precio los vacíos de poder. Siempre sin olvidar la distinción entre
islam y yihadismo; de otro modo, caeremos bajo la férula de
reaccionarios xenófobos como Marine Le Pen o el leghista Salvini.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.
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