MARCELO CANTELMI
CLARIN, Buenos Aires
Atrapado en una prisión cuyos barrotes ha construido uno por uno, el
régimen de Nicolás Maduro intenta escapar hacia adelante y lo hace a los
manotazos. El brutal arresto este jueves del alcalde de Caracas Antonio
Ledezma, involucrado por la cúpula bolivariana en una esperpéntica
denuncia de golpe, es la última de las cortinas de humo en esa huida que
tiene varias dimensiones. La central es la crisis económica que combina
en una fórmula explosiva el desabastecimiento creciente de productos
básicos, una inflación sin parangón en el hemisferio de 68,5% y gastos
del Estado por encima de sus ingresos en torno a 15% del PBI a niveles
de quebranto. Para intentar aliviar esa amenaza el gobierno de Maduro
acaba de producir una devaluación del 95% del bolívar respecto al dólar
lo que generará un previsible y lacerante costo social en las bases ya
muy deterioradas del régimen.
Otras de las caras de este proceso,
es el esfuerzo de convertir en conspirativas las revelaciones del ex
jefe de seguridad de Hugo Chávez respecto a que el fundador del
movimiento no murió el 5 de marzo de 2013 como había informado el
régimen, sino dos meses antes. Ese hombre, Leamsy Salazar, que acompañó
al líder bolivariano diez años y luego siguió prestando servicios de
seguridad al jefe del Parlamento, Diosdado Cabello, se exilió en EE.UU.
Lo que ahora está revelando es que el enorme puñado de decretos y
disposiciones, especialmente claves en aquel momento extraordinario y
que supuestamente fueron firmadas por Chávez entre enero y marzo de ese
año, fueron falsificados, maniobra en la cual habría intervenido incluso
su familia. Salazar sacudió además a la nomenclatura venezolana
reviviendo las sospechas sobre los vínculos con los narcos de Cabello,
el segundo hombre en el verdadero poder nacional, un ex oficial militar
hoy dueño de una considerable fortuna. No son, sin embargo, las
denuncias de corrupción, que se expresan además en el extendido mercado
negro y esa fauna de nuevos ricos llamada “boliburguesía”, lo que
preocupa en estos momentos al poder venezolano. Sí lo es la acelerada
demolición de la arquitectura económica y política del país. El
deterioro es de profundidad tal que el régimen especula con adelantar
las elecciones legislativas de diciembre a julio de este año en la
esperanza de achicar los daños. El propio Maduro ha dicho que espera
ganar ese examen crucial con el 60% de los votos porque “ha soñado” con
ese número. Pero, de no mediar un voluminoso fraude, la realidad puede
ser más bien de pesadilla. Una encuesta de Datanálisis indicó que el
gobierno inició 2015 en su peor momento de popularidad, con 22,6% de
apoyo. Después de 21 meses de gestión del heredero de Chávez, con la
economía descalabrada y especialmente agravada por el desplome del
precio del petróleo, la factura resulta inevitable: 86% de los
consultados tienen una evaluación negativa de la situación del país. El
problema se agiganta teniendo en cuenta que sólo 28,9% de quienes se
consideran chavistas aprueban a Maduro.
El calado de la crisis
económica y del desplome de la imagen es directamente proporcional al
crecimiento del autoritarismo y la deriva fascista del régimen que en
enero autorizó el uso de “fuerza mortal” para controlar el orden público
y así inhibir las protestas callejeras.
Debe observarse que el
interés de la cúpula chavista por preservarse el control es mucho más
que fervor político. Hay una estructura no tan oculta de negocios que
peligrarían con un cambio radical. Es notable que el régimen devalúe una
y otra vez pero no haya aumentado el precio de las naftas, las más
baratas en el hemisferio, y cuyo subsidio le cuesta al Estado US$ 15 mil
millones anuales. La sospecha es que una modificación de los valores
arruinaría un negocio de US$ 4.000 millones por el trasiego ilegal a
Colombia de esos combustibles comprados a precios vil en Venezuela. Es
esta estructura descrita sólo mínimamente aquí la que en la región aún
hoy algunos sectores enarbolan y defienden como si se tratara de una
vanguardia revolucionaria; el primer ariete de esta oleada de gobiernos
supuestamente progresistas que se han hecho fuertes en la pasada década
en Sudamérica.
Esta última denuncia de golpe que disparó el
régimen es la más grave del aluvión de conjuras e intentos de magnicidio
que ha expuesto Maduro desde que llegó al poder sobre los pasos de la
misma estrategia de su mentor Chávez. El uso del golpe como coartada es
moda entre estos gobiernos no sólo como herramienta distractiva sino
además para enfilar en esa vereda destituyente a cualquier voz
disidente. El costado grave de este hecho es que por primera vez se
incluyó a un puñado de militares en esta supuesta intentona que según
asegura el relato iba a bombardear con un avión Tucano la sede
presidencial siguiendo un plan elaborado en Estados Unidos por los
antichavistas de Miami.
La denuncia parece sacada de un baúl de
la Guerra Fría, pero su dimensión alucinante evidencia el nivel de
inquietud del régimen. Sucede que en la región hay un cambio de etapa
producto del final de un largo ciclo económico. La tenue apertura cubana
o las transformaciones en Brasil son parte de esa novedad. Los
gobiernos populistas que crecieron en estas playas lo hicieron como
voceros del océano de excluidos que dejó la década de cocentracón del
ingreso en los 90. Como ha señalado el historiador argentino Luis
Alberto Romero, fueron estos regímenes los que en verdad practicaron un
golpismo en pequeñas cuotas desintegrando las instituciones, uniformando
los poderes republicanos, e instaurando un hiperpresidencialismo para
perpetuar a los dueños del modelo. De ese modo redujeron el sentido de
la democracia anulando su diversidad. En el chavismo ese paquete se
completó totalmente.
Eso fue posible por el caudal de ingresos
extraordinarios que produjo el auge de las materias primas, el petróleo
en Venezuela o la soja en Argentina. Esos fondos excepcionales fueron
utilizados no para reproducirlos sino para crear via subsidios y
patrimonialismo mayorías automáticas que buscaron convertir a esas masas
en una muchedumbre destinada no a elegir sino a convalidar decisiones
ya adoptadas. Es una forma de democracia imperial, con una corte y
vasallos en el ideal de los creadores del modelo y que se refleja en ese
concepto mínimo y prepotente que pretende hacer posibile el ir por todo
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