Timothy Gaston Ash
"¡Nunca más!”, gritaron los europeos tras la Primera Guerra Mundial. Y
volvió a suceder. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos en 1945; y
volvió a ocurrir. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos después de
Bosnia, en 1995; y ahora ha vuelto a pasar. Espero y dudo, en igual
medida, que el acuerdo de alto el fuego de Minsk, logrado gracias a los
heroicos esfuerzos de Angela Merkel, permita alcanzar la paz. Pero, aun
en el improbable caso de que así sea, vean lo que ya hemos permitido que
ocurra.
Otro país europeo desgarrado por la fuerza. Según los cálculos de la
ONU, han muerto al menos 5.400 personas, alrededor de 13.000 han
resultado heridas y 1,6 millones han tenido que abandonar sus hogares.
Rusia se ha anexionado oficialmente Crimea, que formaba parte de un
Estado soberano vecino. El acuerdo de alto el fuego de la semana pasada,
Minsk 2, establece que Ucrania no recuperará el pleno control
de su frontera oriental con Rusia hasta finales de este año, y solo si
celebra elecciones en las regiones de Donetsk y Lugansk y les concede un
estatus especial constitucional. También dice que el Gobierno de Kiev
debe seguir pagando las pensiones, los salarios y los servicios de esas
regiones. Imagínense que solo tienen permiso para cerrar la puerta
posterior de su casa si ceden el cuarto de estar a una persona que les
está apuntando con una pistola a la cabeza, y además deben seguir
pagando sus facturas.
Las personas razonables podrán discrepar sobre la mejor forma de
defenderse contra una agresión tan descarada, pero, por lo menos, no
debemos hacernos ilusiones sobre lo que está sucediendo delante de
nuestras narices. Vladímir Putin está retando deliberadamente a la Unión
Europea con una manera de hacer política diferente, antigua y peor. La
fuerza impone su razón. Lo negro es blanco. La guerra vuelve a mandar, y
el derecho se arrastra como puede hasta una zanja, como un refugiado
herido.
Todo ello, en un país cuya integridad territorial juraron
solemnemente proteger Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña —claro que,
¿a quién le importa lo que diga hoy Gran Bretaña?— de acuerdo con el
memorándum de Budapest de 1994, a cambio de que Ucrania, recién
independizada, aceptara entregar uno de los mayores arsenales de armas
nucleares del mundo. Cito: “La Federación Rusa, el Reino Unido de Gran
Bretaña e Irlanda del Norte y Estados Unidos reafirman su compromiso...
de respetar la independencia y la soberanía y las fronteras actuales de
Ucrania”. Firmado por Borís Yeltsin, Bill Clinton y John Major. Imaginen
la lección que este quebrantamiento de promesa enviará a otras
potencias nucleares o que pretenden serlo: hagas lo que hagas, no te
creas una palabra de lo que te garanticen y no renuncies a tus armas
nucleares.
La ley de la jungla de Moscú contra la jungla de leyes de Bruselas. ¿Quién está ganando? “Rusia”, responde el conocido realista
estadounidense John Mearsheimer. ¿Y qué podemos hacer? “Occidente debe
intentar que Ucrania sea un Estado neutral que sirva de tapón entre
Rusia y la OTAN. Que sea como Austria durante la Guerra Fría. Para ello,
Occidente debería abandonar de forma explícita la ampliación de la
Unión Europea y la OTAN”. Vale, gracias, profesor realista. ¿Quizá le gustaría encargarse usted de hacerlo? Tenemos el sitio perfecto para que celebre su cumbre de realpolitik:
Yalta, donde, en 1945, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill dieron
una ambigua legitimidad a la ocupación soviética del este de Europa.
Yalta, en la anexionada Crimea.
¿Qué derecho tenemos a ordenar a unos países independientes y
soberanos que sean Estados tapones neutrales? Gary Kaspárov, que conoce
Rusia un poco mejor que Mearsheimer, tuiteó recientemente: “Los
realistas parecen tan contentos de condenar a millones de ucranios a
vivir como prisioneros en un territorio ocupado. En Europa, en pleno
siglo XXI”. El otro día hablé con Kaspárov sobre Ucrania. Me dijo que
había estado en Kiev para conmemorar el 20º aniversario del memorándum
de 1994; su opinión sobre la tragedia es audaz y original, como su forma
de jugar al ajedrez. Insiste en que no se trata de un conflicto entre
Ucrania y Rusia, sino entre dos Rusias, que equipara, con licencia
poética, con el Rus de Kiev y la Horda Dorada.
Aunque las encuestas que muestran la increíble popularidad actual de
Putin en Rusia son creíbles, no debemos cometer el error de identificar
al político con el país. También Adolf Hitler gozó de enorme popularidad
durante un tiempo, igual que Slobodan Milosevic. Los pueblos pueden
dejarse llevar por rumbos desastrosos, sobre todo cuando una hábil
propaganda sabe explotar los mitos y los agravios nacionales más
arraigados. Entonces, unos años después, la gente se despierta y empieza
a pagar el precio. Estar en contra de Putin no es estar en contra de
Rusia. Es defender el futuro de Rusia a largo plazo y apoyar a los
ciudadanos más acosados, que representan la otra Rusia.
Putin está infringiendo precisamente el principio que siempre ha
dicho que debía constituir la base de las relaciones internacionales: la
soberanía incondicional de los Estados. ¡Pero qué desfachatez
—exclamarán—, que unos países que invadieron Irak critiquen a otros por
violar la soberanía de un Estado! A lo cual respondo que tienen razón,
que la invasión angloamericana de Irak estuvo mal, desde el punto de
vista legal, moral y estratégico, pero que eso no es excusa para volver a
hacer lo mismo en este caso.
En Siria, dirán quizá otros, tenemos unos campos de exterminio que
hacen que Ucrania parezca casi un país pacífico, y la ONU habla nada
menos que de 3,8 millones de refugiados. ¿Qué está haciendo Occidente al
respecto? ¿Es que las vidas de los árabes valen menos que las de los
europeos, las de los musulmanes, menos que las de los cristianos? Cada
15 días me despierto pensando: “¿No debería escribir sobre Siria?”.
Pero, aparte de que sé mucho menos sobre Oriente Próximo que sobre
Europa, lo que he aprendido de los expertos no indica ninguna forma
clara de avanzar. Da la impresión de que hay demasiados grupos sobre el
terreno, envueltos en el conflicto, y que cuentan con el respaldo de
demasiadas potencias extranjeras (entre ellas Rusia, que apoya a Bachar
el Asad).
Aquí, en cambio, a pesar de la complejidad de Ucrania, existe una
manera de desbloquear la situación, que se puede resumir en 14 palabras:
Putin debe retirar sus fuerzas y Ucrania recuperar el control de su
frontera oriental. De modo que, a diferencia de Siria, la clave está en
que un actor político cambie de comportamiento. Por supuesto, eso no
detendría de la noche a la mañana a los airados separatistas que luchan
en nombre de la República Popular de Donetsk. En el este de Ucrania,
como en Bosnia y en Siria, la radicalización provocada por la brutalidad
de la guerra ha transformado a los vecinos en enemigos. Kiev tendría
que demostrar un enorme sentido político y mucha imaginación para
reconstruir un Estado verdaderamente federal, en el que los que se
identifican como rusos puedan volver a sentirse razonablemente a gusto.
Pero el camino para alcanzar cualquier acuerdo de paz comienza con esas
14 palabras.
Timothy Garton Ash es catedrático
de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la
actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de
la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Escritos políticos de una década sin nombre. @fromTGA
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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