Elias Pino Iturrieta
La “revolución” experimenta su
peor momento, pero no hará nada para salir de su atolladero. No importa
que las cosas estén mal, en la medida en que a la gente del gobierno
solo le interesa decir que todo marcha sobre rieles. Seguramente desde
los tiempos ya remotos de Julián Castro no habíamos tenido un mandatario
tan carente de luces como el de la actualidad, pero a los
“revolucionarios” no les pasa por la cabeza la posibilidad de retirarlo
de la escena por vía constitucional, o de rodearlo de consejeros sabios.
Las carestías materiales de nuestros días quizá solo tengan comparación
con las estrecheces de finales del siglo XIX, cuando Crespo era
acorralado sin misericordia por las huestes del desempleo y la hambruna,
pero a la gente del régimen no les pasa por el frente pese a que saltan
a la vista. Los casos de corrupción administrativa claman al cielo,
pero ellos no se ocuparán ni de mover una escoba para tapar el sucio. En
consecuencia, pierden el tiempo los que estén pensando en la
alternativa de una mudanza, así sea leve, en los procederes del mal
gobierno.
Pero los “revolucionarios”
de las alturas manejan a la perfección los datos de la severa crisis que
hoy se experimenta. Saben que son responsables de todas y cada una de
las medidas que han tomado para poner las cosas en el lugar en el que se
encuentran hoy, de la lastimera vejez de las ideas, de los
nombramientos desacertados, de la vista más gorda del universo cuando se
trata de pescar ladrones, de la incuria generalizada. Ni un solo
testimonio se les escapa de la calamidad que han fabricado con paciencia
de relojero antiguo, con frialdad de verdugo borracho. ¿Entonces? Saben
perfectamente el tamaño del agujero que han cavado, pero no van a
arrojar paletadas de tierra para rellenarlo. Una rectificación de
conducta significaría el reconocimiento de una desgracia de quince años,
la aceptación de una catástrofe que en tres lustros ha hecho lo que en
otras latitudes solo se realizaría en cincuenta años de guerra civil, o
como producto de un movimiento telúrico. ¿Se van a comparar, por
ejemplo, con los hunos de Atila, considerando la mala prensa que
acompaña a los barbáricos y a su caudillo desde la antigüedad? ¿Van a
asumir la responsabilidad de unos tiempos de inenarrable destrucción? De
ser el caso, el solo hecho de hacer una analogía entre el caudillo
levantado contra la decadente Roma y el que inventó la invasión contra
las debilidades de la democracia representativa los pondría en aprietos
indisolubles. ¿O se van a comparar con un terremoto de escala nacional?
No será el caso.
La cruzada contra la
credulidad, emprendida por el régimen cuando habla de guerra económica
como explicación de los fracasos en materia de subsistencias, da cuenta
de la postura de los “revolucionarios” en el trance que les ocupa,
remite a un empeño de negación de la realidad y de las causas que la
mueven del cual se desprende la petrificación en la toma de decisiones.
Pero, de tan manida, tal vez convenga ahora dejar esa cruzada de lado
para mirar hacia actitudes tan atrabiliarias como el deseo
“revolucionario” de evitar que la prensa de España y Colombia se exprese
libremente sobre la política venezolana. La “revolución” está tan
segura de la maravilla de sus obras que les prohíbe a los periodistas
de la Península y a los caricaturistas del Nuevo Reino el atrevimiento
de un reproche, el golpe de un tubazo, el anatema de un dibujo. Un
régimen que se expone ante el mundo con semejante desajuste conductual,
en lugar de acercarse a la enmienda se planta en hábitos anteriores y
se regodea en la pose de quedarse plantado.
Así
la “revolución” le dice al mundo cómo es y cómo se mantendrá en la
postura: fiel a un proyecto de dominación, independientemente de las
atrocidades que produce. Pero también aprovecha para comunicarnos a
nosotros, los venezolanos, que no desviará ni un milímetro su
orientación. La confesión significa un desafío de difícil respuesta para
la sociedad sufriente y desdeñada que anhela horizontes distintos.
Especialmente para los partidos de oposición, a cuyos líderes toca
entender, desde su propio atolladero, que no están lidiando con un
simple caso de testarudez.
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