RAFAEL ROJAS
Hasta 1960 o 1961, la ideología nacionalista revolucionaria cubana,
de José Martí en adelante, había pensado Cuba como un país ubicado en la
frontera entre las dos Américas. Las voces más radicales de esa
tradición, por muy celosas que fueran con la soberanía económica o con
la autodeterminación política del país, siempre apostaron por una
independencia de la isla, que pondría límites al intervencionismo de
Estados Unidos, sin llegar a la fractura diplomática o a la
confrontación militar. Esta última opción, la de la ruptura bilateral
con Washington, carece de antecedentes históricos hasta entonces y se
instala, en propiedad, con la Guerra Fría y la alianza de la dirigencia
revolucionaria con Moscú.
El inicio de la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba
es, en buena medida, una vuelta a aquella tradición, que nunca entendió
la identidad latinoamericana y caribeña del país como negación de los
necesarios vínculos económicos y diplomáticos con su vecino
desarrollado. Durante el anuncio del restablecimiento de relaciones, el
pasado 17 de diciembre, en conferencia simultánea a la del presidente
Barack Obama en la Casa Blanca, y en un discurso posterior ante la
Asamblea Nacional del Poder Popular, Raúl Castro pareció sostener que la
normalización diplomática es posible, a pesar de las diferencias
ideológicas y políticas que dividen a ambos Gobiernos.
Sin embargo, en palabras más recientes ante el foro de la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), en Costa Rica, Castro
cambió el tono. Regresó al lenguaje de la Guerra Fría y puso una serie
de condiciones para que la “normalización de relaciones bilaterales sea
posible”. La normalidad, según La Habana, sólo se alcanzará luego de que
la isla sea retirada de la lista de patrocinadores del terrorismo, de
la reanudación de servicios financieros de su Sección de Intereses en
Washington, del cierre de la base naval de Guantánamo y del cese de las
transmisiones de Radio y TV Martí. A esos cuatro puntos, como en la
época de la crisis de los misiles, Castro agregó un quinto: no habrá
restablecimiento hasta que Estados Unidos no compense a Cuba por los
“daños del bloqueo”.
Luego del discurso de San José, la idea de la normalización perdió
fuerza. Las audiencias en el Congreso de Estados Unidos y la
postergación de viajes a la isla de varios legisladores norteamericanos
han dado a entender que el proceso, aunque no se suspende, se ralentiza.
Una manera de interpretar el cambio de tono de Raúl Castro sería
entenderlo como parte natural del cruce de declaraciones entre
mandatarios, que hace público el diferendo que negocian, a puertas
cerradas, sus respectivas delegaciones. Otra, no necesariamente
contradictoria, es que Raúl Castro y su Gobierno decidieron exponer
abiertamente, ante el foro de la Celac —que no lo haya hecho ante la
ciudadanía tal vez sea otro indicio de la popularidad que goza el
restablecimiento de vínculos con Estados Unidos en la isla—, las
resistencias a un entendimiento con Washington que subsisten en la clase
política cubana.
El escenario elegido fue la Celac porque la mayoría de los Gobiernos
latinoamericanos y caribeños sostienen buenas relaciones con Estados
Unidos y Canadá y quieren que Cuba se sume al marco interamericano.
Castro intentaba explicar a sus pares en la región por qué hay
escepticismo en un sector de su Gobierno. En la práctica, lo que se
estaría produciendo con un restablecimiento de relaciones entre Estados
Unidos y Cuba es el reconocimiento pleno del fin de la lógica de la
Guerra Fría y de la aceptación, por parte de La Habana, de las reglas
del juego global, luego del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva
York, en septiembre de 2001. La colaboración entre ambos Gobiernos en la
lucha contra el narcotráfico y la insistencia de Cuba en ser retirada
de la lista de países terroristas son evidencias de esa aceptación.
A lo que se resiste el sector más ortodoxo de la isla es,
precisamente, a la alineación con algunas de las premisas básicas de la
nueva y acotada hegemonía hemisférica de Estados Unidos, como la “guerra
contra el terror” y la suscripción de la forma democrática de gobierno.
Un acuerdo sólido entre Washington y La Habana en esas materias es
entendido, por los más inmovilistas, como un colapso ideológico que
implicaría el ocaso de una política exterior de medio siglo, basada en
el mesianismo de un rival de Estados Unidos en el Caribe, resuelto a
producir alternativas a Washington en todo el orbe, por medio de la
inscripción en el bloque soviético, el apoyo a las guerrillas urbanas y
rurales en América Latina y el respaldo a los movimientos de liberación
nacional y a los socialismos descolonizadores en África y Asia.
La vuelta de Cuba a las Américas se produce en medio de un evidente
giro al pragmatismo en la política exterior de la isla, que arranca con
la convalecencia de Hugo Chávez en 2012. Raúl Castro reconoció en San
José el papel de la Celac en ese giro. Lo que no pudo admitir es que la
política exterior encabezada o alentada por su hermano, hasta ese mismo
año, tenía como prioridad hostigar a los foros interamericanos desde el
eje bolivariano. En la Celac, lo mismo que en Unasur, actualmente
enfrascada en un intento de mediación entre Washington y Caracas,
predomina la idea de sostener buenas relaciones con Estados Unidos. La
Cuba de Raúl Castro se está acomodando, lentamente y con regresiones, a
esa tendencia.
Se verá con claridad en la Cumbre de las Américas, en abril, en
Panamá. El discurso oficial de la isla, y sus ecos —o réplicas— en la
comunidad internacional, establecen una mecánica continuidad entre la
estrategia de la Celac y el sectarismo bolivariano. Pero la posición
mayoritaria de la región, a favor de la preservación del foro
interamericano y de la inclusión de Cuba en el mismo, suponen una
reafirmación, y no un abandono, de las premisas de la integración
hemisférica. El dilema al que se enfrenta el Gobierno de Raúl Castro es
que la aceptación, o no, de esas premisas, deja de ser un “asunto de
orden interno”, como reiteró el mandatario en San José, y se presenta
como algo que concierne a toda la comunidad de naciones americanas.
Que Cuba sea el único Estado de la región que no acepta la forma
democrática de gobierno no es, por supuesto, un “asunto de orden
interno”. Como tampoco lo es la desaparición de los 43 maestros
normalistas de Ayotzinapa, la muerte del fiscal argentino Alberto
Nisman, el encarcelamiento injustificado de opositores pacíficos en
Venezuela, la corrupción y la inseguridad en cualquier país
latinoamericano o la violencia racial y juvenil en Estados Unidos. La
asimetría entre las dos Américas y los viejos nacionalismos impiden que
la actual integración genere formas más eficaces de mejorar la situación
de los derechos humanos en el continente, pero la democracia sigue
siendo un valor de consenso en la región.
Rafael Rojas es historiador.
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