MARIO VARGAS LLOSA
Leí en alguna parte que una encuesta hecha en el mundo entero había
determinado que Dinamarca era el país más feliz de la Tierra y me
disponía a escribir esta columna, prestándome el título de un libro de
cuentos de mi amigo Alfredo Bryce que venía como anillo al dedo a lo que
quería —burlarme de aquella encuesta—, cuando ocurrió en Copenhague el
doble atentado yihadista que ha costado la vida a dos daneses —un
cineasta y el guardián judío de una sinagoga— y malherido a tres
agentes.
¿Qué mejor demostración de que no hay, ni ha habido, ni habrá nunca
“países felices”? La felicidad no es colectiva sino individual y privada
—lo que hace feliz a una persona puede hacer infelices a muchas otras y
viceversa— y la historia reciente está plagada de ejemplos que
demuestran que todos los intentos de crear sociedades felices —trayendo
el paraíso a la Tierra— han creado verdaderos infiernos. Los Gobiernos
deben fijarse como objetivo garantizar la libertad y la justicia, la
educación y la salud, crear igualdad de oportunidades, movilidad social,
reducir al mínimo la corrupción, pero no inmiscuirse en temas como la
felicidad, la vocación, el amor, la salvación o las creencias, que
pertenecen al dominio de lo privado y en los que se manifiesta la
dichosa diversidad humana. Esta debe ser respetada, pues todo intento de
regimentarla ha sido siempre fuente de infortunio y frustración.
Dinamarca es uno de los países más civilizados del mundo por el
funcionamiento ejemplar de su democracia —basta ver la magnífica serie
televisiva Borgen para comprobarlo—, por su prosperidad, por su cultura,
porque las distancias que separan a los que tienen mucho de los que
tienen poco no son tan vertiginosas como, digamos, en España o el Perú, y
porque, hasta ahora al menos, su política hacia los inmigrantes,
esforzándose por integrarlos y al mismo tiempo respetar sus costumbres y
creencias, ha sido una de las más avanzadas, aunque, por desgracia, tan
poco exitosa como las de los otros países europeos. Pero la felicidad o
infelicidad de los daneses está fuera del alcance de las mediciones
superficiales y genéricas de las estadísticas; habría que escarbar en
cada uno de los hogares de ese bello país y, probablemente, lo que
resultaría de esa exploración impertinente de la intimidad danesa es que
las dosis de dicha, satisfacción, frustración o desesperación en esa
sociedad son tan varias, y de matices tan diversos, que toda
generalización al respecto resulta arbitraria y falaz. Por otra parte,
basta con pasar revista a las manifestaciones de dolor, perplejidad,
angustia y confusión en que ha sumido al pueblo danés el último atentado
terrorista para advertir cómo, al igual que todos los otros países de
la Tierra, de los más ricos a los más pobres, de los más libres a los
más tiranizados, también en Dinamarca la seguridad es ahora precaria y
nadie allá está libre de ser asesinado —o decapitado— por la ola de
fanatismo que se sigue extendiendo por el mundo igual que esas pestes
que en la Edad Media parecían caer sobre los hombres como castigos
divinos.
El terrorista Omar Abdel Hamid El Hussein, un joven de 22 años, de
origen palestino pero nacido y educado en Dinamarca, no era, según el
testimonio de profesores y compañeros, un marginado semianalfabeto lleno
de rencor hacia la sociedad de la que se sentía excluido, sino —algo
que no es infrecuente entre los últimos yihadistas europeos—
inteligente, estudioso, amable y “con voluntad de servir a los demás”,
según precisa uno de sus conocidos. Sin embargo, formó parte de
pandillas y estuvo en prisión por atracos y violencias diversas. En
algún momento esta “buena persona” se volvió un delincuente y un
fanático. Antes de cometer sus crímenes colgó vídeos de propaganda del
Estado Islámico —probablemente en los mismos días en que este Estado
decapitaba en Libia a 21 cristianos coptos sólo por el crimen de no ser
musulmanes y filmaba semejante hazaña con lujo perverso de detalles— y
lanzaba feroces arengas antisemitas. Todo indica que sin el valeroso Dan
Uzan, que le impidió la entrada ofrendando de este modo su vida, el
terrorista hubiera perpetrado en la sinagoga, donde se celebraba un bar
mitzvah, una matanza descomunal.
Su objetivo primero, cuando atacó el centro cultural donde lo
atajaron los tres guardias que resultaron malheridos, era Lars Vilks, el
dibujante y caricaturista sueco —Suecia es, como Dinamarca, otro de los
países más civilizados, democráticos y prósperos del mundo—, a quien
los fanáticos islamistas persiguen con saña desde que, en el año 2007,
realizó una exposición de sus trabajos en los que Mahoma aparecía con el
cuerpo de un perro. Hombre tranquilo, nada provocador, Lars Vilks ha
explicado que no hizo aquello con el ánimo de ofender las creencias
religiosas de nadie, sino para ejercitar una libertad que considera la
irreverencia y el humor cáustico derechos irrenunciables. Lo ha pagado
caro; ya ha sido víctima de dos atentados, le han quemado su casa, debe
andar protegido por una escolta del Gobierno sueco las 24 horas del día y
Al Qaeda ofrece un premio de 100.000 dólares a quien lo mate (y 50.000 a
quien “degüelle” a Ulf Johansson, el editor que publicó sus
caricaturas).
El caso de Lars Vilks es interesante porque muestra las ambiciones
ecuménicas del fanatismo islamista: no persigue sólo restaurar el
fundamentalismo primitivo de su religión entre los creyentes sino
intervenir en los espacios donde el islam no existe o es minoritario a
fin de someterlo a las mismas prohibiciones y tabúes oscurantistas. El
Occidente democrático y liberal, que ha dejado de considerar a la mujer
un ser inferior y un objeto en manos del varón, que ha separado la
religión del Estado, que respeta la crítica y la disidencia y practica
la tolerancia y coexistencia en la diversidad, es su enemigo y un
objetivo cada vez más frecuente de sus operaciones sanguinarias.
Es obvio que esta amenaza no va a tener éxito ni destruir a
Occidente. El peligro es que, por prudencia o, incluso, por convicción,
algunos Gobiernos occidentales comiencen a hacer concesiones,
autoimponiéndose limitaciones en el campo de la libertad de expresión y
de crítica, con el argumento multiculturalista de que las costumbres y
las creencias del otro deben ser respetadas (¿aún a costa de tener que
renunciar a las propias?). Si este criterio llegara a prevalecer, los
fanáticos islamistas habrían ganado la partida y la cultura de la
libertad entrado en un proceso que podría culminar en su desaparición.
Por este camino todas las grandes conquistas de la democracia, desde el
pluralismo político, la igualdad entre hombres y mujeres, hasta el
derecho de crítica que incluye el de la irreverencia por supuesto,
habrían sellado su sentencia de muerte. Ya en algunos lugares en Europa
se ha admitido el uso del velo islámico, símbolo flagrante de la
humillación y discriminación de que es víctima la mujer en algunos
países musulmanes, y la existencia de piscinas públicas separadas por
sexos, con argumentos que podrían llegar a la demencia de tolerar los
matrimonios pactados por los padres y hasta la castración ritual de las
adolescentes para garantizar su virtud. Cualquier concesión en este
campo no sirve para apagar la sed de los fanáticos; por el contrario,
los envalentona y convence de que el enemigo está retrocediendo, que
tiene miedo y se sabe ya derrotado.
La primera ministra danesa, Helle Thorning-Schmidt, en el homenaje
que rindió a sus compatriotas asesinados por el yihadista danés, recordó
que las mayores víctimas del fanatismo islamista son los propios
musulmanes, a los que los fanáticos asesinan y torturan por millares en
el Oriente Medio y en África. Hay que tenerlo presente y saber, por eso,
que los europeos que como el dibujante Lars Vilks se enfrentan con
coraje al desafío del terror, luchan para salvar de la barbarie no sólo a
Europa y Occidente, sino a la humanidad entera.
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© Mario Vargas Llosa, 2015.
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