Carlos Alberto Montaner
Parece que una parte sustancial de los artistas e
intelectuales españoles, incluidos los medios académicos, va a votar
por Podemos, la formación política neocomunista que ha irrumpido con
fuerza en la escena política.
No me extraña. La intelligentsia
latinoamericana y española, como regla general, suele ser estatista. A
eso le llaman ser de izquierda. Los escritores, artistas plásticos,
músicos, cineastas, actores, autores dramáticos, y, especialmente, los
catedráticos y estudiantes de Ciencias Sociales y de Humanidades
(antropólogos, sociólogos, arqueólogos, filósofos, teólogos, pedagogos,
periodistas, etc.), se sitúan a la izquierda del espectro político. Se
colocan, con variable intensidad, en el campo del estatismo.
Pero no todos. Por la otra punta de este
fenómeno, en general, una buena parte de las facultades de ingeniería,
arquitectura, medicina, odontología, informática, ciencias
empresariales, y tal vez la mitad de los economistas y abogados, tanto
profesores como alumnos, mantienen una actitud diferente.
Entre estos profesionales y aspirantes a serlo
abunda un mayor porcentaje de personas que pudiéramos llamar liberales,
en el sentido que se le da a ese término en América Latina y Europa.
Confían mucho más en el esfuerzo individual, se inscriben en el espacio
político del centroderecha, y desconfían de la gestión del Estado porque
la experiencia les ha demostrado que suele ser desastrosa.
La izquierda está convencida de que le
corresponde al Estado, administrado por gobiernos populistas, producir
ciertos bienes o gestionar directamente una gran cantidad de servicios
para el pretendido beneficio del "pueblo", lo que inevitablemente
significa la adjudicación y el manejo de un alto porcentaje de la
riqueza que la sociedad produce.
La derecha, persuadida de que ese es el camino
más corto al aumento de la corrupción, al clientelismo, al descalabro
económico y al surgimiento de atropellos contra los individuos, defiende
que los bienes se produzcan o los servicios se brinden dentro del
ámbito privado. Serán mejores, alega, y resultarán más económicos.
¿Por qué esa marcada inclinación populista de la intelligentsia?
Sospecho que se trata de una fatal consecuencia del mercado. El vasto
campo de los intelectuales y artistas ofrece una mercancía que,
independientemente de su calidad, salvo algunas excepciones,
difícilmente puede sostenerse motu proprio entre los
consumidores. La inmensa mayoría depende fatalmente de cátedras
universitarias, subsidios, becas o premios que suelen ser abonados por
medio de los presupuestos oficiales. Son "cazadores de rentas".
En cambio, los profesionales que suministran
algún servicio demandado por la sociedad, pese al riesgo que ello
entraña, confían mucho más en el mercado que en la seguridad de
colocarse bajo el ala protectora del Estado y recibir un salario mensual
o alguna suerte de prebenda.
A esa intelligentsia estatista que
rechaza el mercado con un despreciativo aire de superioridad, le gusta
autopercibirse como solidaria y generosa, pero, aunque algunos o muchos
de sus miembros tengan esos rasgos, en realidad se trata de un grupo
que, como es frecuente, defiende sus intereses individuales y busca la
protección de un patrón que le garantice la seguridad económica,
divulgación y cierta fama profesional.
Claro, eso tiene un costo. En general, las
dictaduras ilustradas, es decir, las que poseen un corpus ideológico que
define sus presupuestos y objetivos —comunistas y fascistas en primer
lugar—, son las que con más habilidad crean instituciones y mecanismos
dedicados a controlar a la intelligentsia.
Lo hacen mediante un sistema claramente
conductista de refuerzos positivos y negativos, administrado por
inflexibles comisarios culturales que manejan (en Cuba utilizan el
verbo "atender") los gremios en los que colocan a los periodistas,
escritores, artistas plásticos y otros intelectuales para servirse de
ellos.
Esos gremios son jaulas sin barrotes en las que estabulan a la intelligentsia
para vigilarla y organizarla de manera que, dócilmente, los
intelectuales firmen documentos, y aprendan y repitan consignas que le
sean útiles al régimen para construir y sostener su relato. Si asumen
los dogmas de la secta y colaboran en estas tareas, se les remunera
generosamente y se les llena de premios y lisonjas. Si se oponen, se les
castiga y desacredita.
En cambio, en los regímenes democráticos realmente libres, regidos por la economía abierta, la intelligentsia
no está sujeta al látigo de los comisarios, sino a las preferencias del
mercado, lo que, con frecuencia, resulta económicamente perjudicial y
riesgoso para estos intelectuales y artistas.
¿Es preferible el comisario o el mercado? Los
comisarios son despreciables policías del pensamiento que exigen un
insoportable sometimiento. El mercado —la libre preferencia de la
sociedad— no tiene corazón y los artistas e intelectuales pueden
naufragar, pero hay libertad. El mercado es mil veces mejor.
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